miércoles, 14 de marzo de 2018

8. TOROS Y FILOSOFÍA HOY: DOS FORMAS DE JUGARSE LA CABEZA (18.Paseo evolutivo entre “primo” y toro; 19. El animalismo, patología del animismo)

Bonifacio 2008


(18.Paseo evolutivo entre “primo” y toro; 19. El animalismo, patología del animismo)





Jean Juan Palette-Cazajus

18. PASEO EVOLUTIVO ENTRE “PRIMO” Y TORO

Lo suele recordar el neurobiólogo Alain Prochiantz, particularmente escandalizado por el oscurantismo animalista, la evolución no es convergente sino divergente. Es decir que del chimpancé no nos separan los siete a ocho millones de años de nuestro antepasado común sino los 14 a 16  de divergencia evolutiva. Habría que añadir que el ritmo evolutivo varía con las especies y que el nuestro, biológico y cultural, ha sido excepcionalmente rápido. El hecho de compartir 98,7% de nuestro genoma con el relativamente simpático primate sólo puede impresionar a quien desconozca lo más elemental de la historia del genoma. También compartimos un 70% de nuestros genes con la mosca drosófila y un 80% con el ratón. En cuanto a Caenorhabditis elegans, gusano de 1 mm y uno de los organismos animales más simples, comparte con nosotros el 40% de su genoma. Por otra parte el 98% de nuestro genoma es no codificante. Entre los restantes genes, las tasas de evolución y mutaciones, los fenómenos de regulación, de corregulación, de conservación o deleción de numerosas secuencias, las consecuencias sobre el metabolismo cerebral (20% de nuestra energía), el importante papel de las células gliales, son sólo algunas muestras de los complejos procesos que han ido particularizando nuestras áreas cognitivas, asociativas y lingüísticas y ayudan a entender las abismales diferencias entre nosotros y el chimpancé suscitadas por el aparentemente escaso 1,3%.

Diferencias que empiezan muy pronto. La fase embrionaria que ve la multiplicación de las células nerviosas y particularmente la proliferación neuronal, dura dos semanas en el feto de chimpancé y ocho en el feto humano. Con un año, el cerebro de la cría de chimpancé ha alcanzado el 70% de su desarrollo, porcentaje que el bebé humano solo alcanzará a los cuatro años. El desarrollo posnatal de dicho cerebro durará hasta los cuatro años en el chimpancé  hasta los quince, probablemente más,  en el ser humano. Para nacer con el mismo grado de desarrollo del cerebro y del propio organismo que el neonato chimpancé, el bebé humano debería llegar al mundo tras 21 meses de gestación. El cerebro del recién nacido, a imagen de la condición humana, nace pues inmaturo e inacabado. Necesita el intercambio con los padres y con el entorno. El destino de la cría de chimpancé lo determinará el ciclo natural e indiferenciado de la vida y de la muerte. El bebé humano es hijo de la complejidad, la del entramado familiar, cultural, social levantado por quienes Homero nombraba «mortales».


Si hemos querido destacar las inconmensurables diferencias que nos separan de nuestro más próximo «primo evolutivo» fue efectivamente para situar mejor la realidad del toro de lidia en la escala evolutiva. Con él, nuestro Último Antecesor Común se remonta a más de 220 millones de años (450 de evolución divergente). Si las vicisitudes de la caza han contribuido, dicen los especialistas, a mejorar el desarrollo cerebral de los carnívoros, no ocurre lo mismo con la alimentación pasiva de los herbívoros y su gregarismo. La plana testuz del toro no indica la presencia de un córtex cerebral particularmente circonvolucionado pero sí la necesaria sujeción de fuertes músculos masticatorios. Recordemos que la desaparición de los nuestros liberó nuestro desarrollo cerebral. El toro dedica casi 70% del tiempo a pastar o a rumiar. El resto a descansar. En base a 40.000 golpes de mandíbula al día, 10.000 para ingerir, 30.000 para rumiar. La escasa inteligencia de este animal rudimentario es condición sine qua non de su lidia en la plaza. Otra cosa es que la imprudente jerga antropomórfica de los aficionados califique de “noble” al toro tonto. A esta ambulante máquina de digerir y producir metano le ha proporcionado la evolución dos defensas contra los predadores y una dinámica locomotora que la irresistible capacidad humana para producir significación ha puesto al servicio de prácticas culturales y simbólicas tan elaboradas como altamente improbables.



19. EL ANIMALISMO, PATOLOGÍA DEL ANIMISMO

Convincente o fallida, la demostración anterior le es indiferente al mundo animalista. El antropomorfismo rige todos sus comportamientos. Aparece como una variante del llamado Animismo entendido como uno de los cuatro esquemas ontológicos de identificación que, según Philippe Descola, permiten categorizar el conjunto de las culturas humanas. Pasadas y presentes. Los otros tres son el Totemismo, el  Analogismo y el Naturalismo, siendo este último el esquema de identificación de la moderna cultura occidental. Se trata de interpretar la oposición universal entre «Fisicalidad» e «Interioridad» en términos de continuidad y discontinuidad. Así, el esquema animista asume la visible discontinuidad física de las especies pero le opone la creencia en la continuidad de una idéntica conciencia interior. Fisicalidad distinta, Interioridad semejante, pues en este caso. El esquema naturalista moderno opone en cambio a la continuidad de la naturaleza, revelada por el esfuerzo de unificación científica de sus leyes, la absoluta discontinuidad de las conciencias individuales. Fisicalidad semejante, Interioridad distinta. Son pues dos esquemas inversos. Los cazadores recolectores fueron y son los representantes tradicionales de la percepción animista del mundo. Cabe pensar que Homo Sapiens fue animista durante varias decenas de miles de años, posiblemente más. Los sicólogos evolucionistas concluyen que nuestra vertiginosa evolución cultural sigue produciéndose sobre un substrato neuronal propio de los cazadores recolectores. 

Entre nosotros, la crisis de la posmodernidad ha generado una deriva errática entre los dos esquemas ontológicos, el moderno y el fósil, el naturalista y el animista que también sobrevive en nuestros cerebros. Por eso dudan algunos entre tener un hijo o un perro; por eso están nuestras sociedades avasalladas por significantes como «pet» o «mascota» todavía más indigentes que sus propios significados; por eso, la tarde del 7 de Junio 2017, en la madrileña plaza de Las Ventas, aplaudí, emocionado como el resto de la plaza, la solemne vuelta al ruedo concedida por su bravura a «Liebre», quinto toro de la ganadería de Rehuelga. En este caso «animábamos» un animal muerto. Pero los dibujos, precisamente llamados «animados,» suelen humanizar, con movimiento y sonido, simples formas geométricas, vieja herencia sin duda de una primordial semántica de los perceptos. Cualquier sujeto racional puede entender y controlar las pulsiones de su substrato animista. El animalismo moderno las exacerba y las privilegia. La tentación del animismo unánime aparece escrita por vez primera en Isaías 11: 6. Serán vecinos el lobo y el cordero, y el leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá.  8. Hurgará el niño de pecho en el agujero del áspid, y en la hura de la víbora el recién destetado meterá la mano. 9. Nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo Monte


Pero las sociedades animistas eran, y algunas tratan de ser todavía, sociedades que vivían en ósmosis con el animal, vivo y muerto,  porque de él extraían la totalidad de su supervivencia, alimento, vestimenta, herramientas, adornos, medicinas y cultura simbólica. En cambio la posmodernidad mantiene con el animal una relación inorgánica y abstracta, exclusivamente compasiva e ideológica, expresada con virulencia mesiánica:

-«Lo que veo es ese aspecto conmovedor del animal que nada posee aparte de la propia vida que tantas veces le robamos. Veo esa inmensa libertad del animal vivo, sin más, sin toda la falsedad que nosotros añadimos a la sensación de existir. Por eso me afecta tanto el dolor de los animales».

O bien...

-«Hoy han asesinado a un ser haciendo correr ríos de sangre inocente, y ese asesinato miserable ha sido haciendo sufrir al máximo a un ser inocente, un ser con sentimientos, que siente dolor y que sufre».


La primera cita es de la excelsa escritora Marguerite Yourcenar. La segunda de una militante animalista con motivo del Toro de la Vega de 2015. Tienen un primer elemento en común. No solamente, una vez más, ha desaparecido totalmente la frontera entre hombre y animal sino que éste aparece como la verdadera encarnación de una ideal humanidad metafórica, particularmente pura, inocente y victimizada. La propia autora de Memorias de Adriano es incapaz de atajar la pueril tentación de contrastar la animalidad mártir con una humanidad comparativamente inauténtica y ontológicamente estigmatizada por el Mal. En la segunda frase, la redundancia machacona de ciertas palabras y adjetivos es la inflada expresión de la eyaculación dolorista y compasional. Sabe el lector más neutro y menos prevenido que ni esta persona ni las miles que suelen clamar su indignación antitaurina en las redes sociales se expresarán jamás de esta forma hemorrágica para compadecer las víctimas y el sufrimiento cuando afectan a seres humanos. Delgado Ruiz veía el toro como un avatar natural de Cristo Sacrificado. Los animalistas lo ven como un avatar hipernatural del Hombre Sacrificado. Cuanto más mudo y ataráxico es el animal, más le postulan un corazón radiactivo. Implosión del sufrimiento y explosión de la compasión convierten el espacio ético en un invierno nuclear, cuyas radiaciones vitrifican los verdaderos afectos y esterilizan cualquier otra forma de sensibilidad, más reflexiva, menos egocéntrica. Frente al dolor y la violencia del mundo, no merece ningún crédito la rutinaria respuesta de que «lo uno no quita lo otro», porque la militancia filoanimalista se caracteriza por ser un narcótico de dedicación exclusiva, obsesiva.


Si las relaciones de una mayoría de especies animales con el hombre son hoy relaciones de dependencia, éste es el resultado de la historia evolutiva por un lado, la historia de la domesticación por otro. Cambiar semejante estatuto no será fácil. Porque si el propio sujeto humano se muestra muy iluso cuando cree hablar de sí mismo, más ilusos son todos aquellos que pretenden hablar en nombre de otras especies. El animalista es fundamentalmente un ventrílocuo. Las ambiguas relaciones entre compasión y autocompasión, la imposibilidad histórica de fundamentar sobre esta sola base una verdadera ética pertenecen ya a la disertación escolar. No les dedicaremos un solo segundo.  El animal es el mismo convidado de piedra para quien lo ofenda y para quien lo defienda. Su manipulable «objectidad» lo expone lo mismo al maltrato que a los exhibicionistas desbordamientos de la bondad autoproclamada. Sobre tal juguete afectivo podemos ejercer sin cortapisas nuestra pulsión de apoderamiento. En la vida real, el entorno es ingrato y él se suele apoderar de nosotros. Al final, aparece el sentimiento de indecencia cuando comprobamos hasta qué punto la hemorragia compasional puede trastocarse en vesania asesina, en pulsión de destrucción del Otro cuando el discurso se vuelve hacia los supuestos «verdugos». El último ejemplo lo tuvimos con muchos de los comentarios atroces que mereció la trágica y hermosa muerte del torero Ivan Fandiño, el 17 de Junio 2017 en el ruedo francés de Aire-sur-l’Adour.



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Bonifacio