Bonifacio 1995
(15. El Hombre no es una excepción…; 16. ...sino una absoluta
especificidad; 17. Morir, un privilegio selectivo)
Orson Welles
Jean Juan Palette-Cazajus
15. EL HOMBRE NO ES UNA EXCEPCIÓN
A escala internacional, es posible que la tauromaquia no aparezca siquiera como un objetivo prioritario para la militancia animalista. Pero es indudable que se la considera también como el caso más emblemático de maltrato animal ya que, desde su punto de vista, la visibilidad pública del «crimen» lo hace particularmente cínico y provocativo. «La mise à mort» dice el francés. ¡La escenificación del acto de matar! En una época en que los niños urbanos saben de los peces lo que les cuentan filetes y rodajas congeladas. En una época en que los telediarios se cuidan muy mucho de retransmitir los cotidianos vídeos de las atroces decapitaciones o crucifixiones generosamente practicadas y filmadas por ciertas sectas «humanistas» ni tampoco los espeluznantes escenarios de mutilaciones tras las bombas y atentados rutinarios. Las razones se sostienen. Pero tenemos que asumir que la cultura occidental se ha extraviado en un terrible impasse en sus relaciones con la muerte. Frente a ella nuestra actitud se parece cada vez más a un negacionismo tan absurdo como ingenuo. «No sólo se mide la fuerza de una ideología por las respuestas que da, sino también por las cuestiones que es capaz de silenciar» decía Gunther Anders. La corrida de toros se ha convertido así en el frente filosófico de una cuestión fundamental: la de saber si la naturaleza de las diferencias biológicas y cognitivas entre hombre y animal permite considerar la muerte de este último como algo tolerable o algo inaceptable.
Ava Gardner
Continuidad o discontinuidad. Toda la polémica cabe en esta disyuntiva. Si el señor Mosterín tiene razón, la corrida de toros es moralmente injustificable. Si puede demostrarse que existe una discontinuidad fundamental entre las especies animales y el género humano, la trinchera de la afición a los toros debe estar en condiciones de resistir el asedio. La tesis de la discontinuidad ontológica suele ser ajena a las llamadas sabidurías o espiritualismos orientales, cuya manifestación más llamativa es sin duda el Jainismo con su absoluta exigencia de Ahimsa , de respeto de toda vida. En cambio, tal discontinuidad la ha asumido el pensamiento occidental durante muchos siglos. Discontinuidad basada históricamente en la asunción de una dualidad ontológica entre hombre y animal, la que enuncia el Génesis, la que pertenece a la tradición religiosa occidental, pero que seguirá alimentando, pese a la ruptura epistemológica planteada por el “método”, el pensamiento de Descartes y toda la tradición filosófica basada en el carácter fundacional de la propia conciencia. Cabe rastrear así la persistencia de alguna forma de dualidad ontológica en la fenomenología y hasta en el propio Husserl. Al mismo tiempo, y contentémonos con evocar al Poverello de Asís o a Jeremy Bentham, la creencia en una dualidad ontológica ha coexistido a menudo con la asunción de una continuidad espiritual y compasional con el mundo animal. Quienes hoy siguen asumiendo, a veces de forma casi inconsciente, la tesis de la dualidad ontológica suelen ser aquellos a quienes atenaza el miedo oculto a asumir las conclusiones de las Ciencias Evolutivas. Aquellos a quienes les aterra El fin de la excepción humana. Con este título el filósofo francés Jean-Marie Schaeffer pretendió, en 2007, reintegrar definitivamente al ser humano en el seno del cosmos. Más que de una obra original, se trata de un balance de la filosofía occidental sobre la cuestión, con especial atención a los discursos de Descartes y Husserl; también de un nuevo examen de las raíces del concepto de cultura en la antropología del siglo XX y de un estado de la cuestión de la genética y de las teorías de la evolución en los primeros 2000. Diez años después, siguen proliferando los avances en las ciencias de vanguardia que vienen completando y confirmando la demostración de Schaeffer.
Yul Brynner
El libro postula un naturalismo evolutivo apoyado en un tipo de conciencia mesocósmica. Contra el dualismo ontológico, se recuerda que ninguna definición de esencia puede adscribirse al hombre, una criatura cuya única identidad es «la cristalización genealógica, provisional e inestable de una forma de vida en evolución». Convivimos ya con la evidencia definitiva de que el ser humano se inscribe en una absoluta continuidad, genómica, biológica, evolutiva y ambiental, con todas las especies vivas. En este sentido, el hombre es, pues, un animal como los demás. La primera consecuencia es la desaparición de la tradicional dicotomía hombre-animales que sólo cobraba significación en referencia a un ser humano ontológicamente entronizado. La postulación de un «colectivo animal», exterior a nosotros, era el producto lógico de aquel inicial etnocentrismo ontológicamente anclado. “Animal” era cualquier ser vivo que no fuese humano. Hoy sólo tenemos derecho a seguir usando la palabra siempre y cuando nos incluyamos en tan vago concepto. Lo realmente importante es que el uso indiscriminado de la palabra genérica nos ocultó lo fundamental, a saber que cada especie es un mundo específico, autosuficiente y relacionado con otras especies sólo a través de las relaciones de predación o, en el mejor de los casos, de comensalismo. Fuera de aquello, lo normal es que reine el autismo, la incomunicación, la indiferencia y el silencio del mundo. Hablamos, por supuesto, de los animales llamados «salvajes». Los particulares comportamientos de las especies domésticas son ellos, peor todavía, el resultado de una total artificialización y antropización.
Toros y Constitución
16. … SINO UNA ABSOLUTA ESPECIFICIDAD
Durante muchos años a ningún etólogo se le ocurrió aplicar los protocolos de las ciencias humanas al estudio e interpretación de los comportamientos animales. Quienes rompieron el tabú fueron los etólogos japoneses. No nos extrañará si nos acordamos de la dimensión animista y continuista asumida tanto por el Budismo como por el Shintoísmo. En este contexto se hicieron importantes y son ya clásicos descubrimientos como fueran el lavado y «salado» de patatas en el mar por parte de los macacos japoneses de la isla de Koshima (1953), así como su proceso de difusión, divulgados en un artículo de 1965. Se trataba del primer comportamiento animal repertoriado como cultural. No genéticamente heredado sino individualmente aprendido y transmitido. Hoy la expresión «culturas animales» forma parte de la rutina. Los más «cultos» son los chimpancés, particularmente en su variante bonobó. Se hablaba hace poco de unos sesenta, setenta «gestos» culturales entre nuestros «primos» evolutivos. Todos ellos relacionados con actividades muy elementales. Nadie ha observado nunca siquiera una mínima tentativa de modificar, para mejorarlos, los simples cantos recogidos para partir ciertos tipos de nueces. Lo que supondría el modestísimo inicio de una actividad técnica. Recordemos que los paleontólogos consideran cada vez más la posibilidad de que el “invento” del elemental chopper, primer canto tosca y voluntariamente tallado, deba atribuirse a ciertos parántropos o australopitecos, hace más de tres millones de años, es decir antes de la aparición de las ramas consideradas ya humanas, cual el “Hombre Habilis”. Esto supone que dichos parántropos y australopitecos habían alcanzado un nivel cognitivo superior al de los actuales chimpancés. La generalización complacida de la expresión «culturas animales», durante los últimos años, resulta pues particularmente perversa porque pretende asentar en nuestras cabezas una imposible y torticera analogía con las culturas humanas. Cabe preguntarse por la legitimidad de reunir bajo el vocablo común de “cultura” prácticas tan inconmensurables.
Marlene Dietrich
Si entendemos perfectamente la coherencia epistemológica de quienes aplicaron a los grupos sociales de primates los criterios tradicionalmente propios al estudio de las sociedades humanas, tan necesario y coherente aparece el proceso inverso. A cada especie la caracteriza y la define el llamado etograma de sus comportamientos. Excepcionales fueron los factores, aleatorios, teleonómicos, emergentes u otros, que marcaron el ritmo de la evolución humana, llámense mutaciones favorables, papel de la mano, de la bipedia y de la técnica, consecuencias de la neotenia, del desarrollo cortical, del control del fuego, de la evolución cultural y finalmente del fatídico lenguaje. De modo que el etograma humano se caracteriza por su capacidad de innovación, acumulación, significación, abstracción y simbolización. El etograma de nuestra especie lo mismo produce Kant que Hitler, lo mismo San Juan de la Cruz que «Hola!». Todo saber humano es producto de su etología. Esto nos aboca a dos fuertes paradojas. La primera nos dice que el hombre es así el único animal que sabe que lo es. La segunda dice que en un mundo sin presencia humana, en ausencia de quien los nombrase y categorizase, no habría, conceptualmente, «animales». El resultado paradójico es la evidencia de que el hombre, ese animal genéticamente «como los demás», ha venido a ocupar una nueva centralidad, referencial, naturalista y culturalmente autopoiética que se muestra más radicalmente particularizadora de lo que fuese jamás el «humanocentrismo» tradicional, basado en la dualidad ontológica. La tesis de la excepción ontológica queda sustituida por la de una absoluta especificidad evolutiva y cultural que no le debe nada a la metafísica. Algo que ya sabía Friedrich Schelling: «Con el Hombre, la naturaleza abre los ojos y se da cuenta de que existe».
Apostar por el etograma humano nos permite por otra parte obviar el enojoso tema de la conciencia, con sus pueriles preguntas accesorias acerca de la existencia de una parecida «conciencia» animal. Lo que solemos entender por conciencia, la capacidad de un yo autofundado, exterior al mundo y exterior a nosotros mismos, sólo puede ser un atributo de Dios. De lo anterior se inferirá que asumimos tranquilamente ser determinados por nuestra exterioridad, por el mundo que nos preexiste y nos sobrevivirá. Spinoza ya lo había entendido antes que nosotros. La mayor grandeza del Ego humano es la de un sujeto que emerge sabiéndose pura ilusión. Pero hablar de especificidad o de excepción evolutiva implica el riesgo de cierta deriva teleológica o finalista. Hablaremos más adecuadamente para el género humano de absoluta «anomalía» evolutiva. Y en este anómalo etograma humano la mayor anomalía la constituye la conciencia de la muerte.
Jacqueline Kennedy
17. MORIR, UN PRIVILEGIO SELECTIVO
Ningún animal tiene la más mínima conciencia de la muerte. Ni siquiera el chimpancé pese a los vanos y esforzados intentos de gente como el primatólogo Franz de Waal para interpretar de la forma más conveniente, pero jamás fehaciente, muy discutibles comportamientos. Conciencia de la muerte y conciencia correlativa del tiempo son dos categorías emergentes exclusivas de la condición humana. La evolución cultural del Ser Humano fue un proceso autocatalítico precipitado por la conciencia de la muerte. Esta fue la matriz de la posibilidad humana, la madre del individuo y la madrina de las sociedades. La evolución de una especie no es teleológica, sino teleonómica. En ausencia de cualquier finalidad exterior, tiende a seleccionar, entre sus ejemplares, las mutaciones aleatorias que, a la larga, terminarán optimizando su perpetuación. Los especímenes son los simples vehículos de los genes de las especies. Antes de que la palabra humana las nombrase, «vida» y «muerte» eran indiferenciables y acompasaban la continuidad del singular proceso de «lo viviente». Es de tal calibre la emergencia de la anomalía humana que rompe con el concepto de teleonomía y se constituye como una efracción en la continuidad orgánica. En nuestras especie, el portador de los genes se erige en protagonista de la función.
Liz Taylor
Lo que era un proceso único -el binomio biológico vida-muerte-, la conciencia de la finitud lo transforma en antagónico. El ser humano se caracteriza por disociar el binomio y llamar vida al breve intersticio durante el cual se sabe condenado a morir. Lo que era mera disipación de los especímenes en la indiferencia orgánica deviene en el horizonte trágico que define el ser y transforma el accidente biológico en tragedia existencial. Somos la rotura de la vida dentro de la propia vida. Al romper con la teleonomía bioevolutiva es probable que hayamos sacrificado nuestro porvenir en tanto que especie. La tentación humana de las teleologías es la respuesta «adaptativa» del vértigo existencial a la desaparición de las teleonomías naturales. Somos así el único Ser-hacia-la-muerte y a la vez seguimos siendo el animal humano. Y porque seguimos siendo el animal humano nuestra conciencia de la muerte está, afortunadamente, enturbiada, interferida por esta naturalidad fundacional. Afortunadamente, sigue siendo parcial, embrionaria. Si la conciencia de la muerte fuese una presencia realmente inmanente a la experiencia del ser, la existencia humana se haría intolerable, de todo punto imposible. Lo intuyó Albert Camus: «No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio». La permanencia de una conciencia de la muerte incompleta entre nosotros es a la vez un vestigio evolutivo y el síntoma de su inexistencia en el resto del mundo animal, como la presencia del coxis atestigua la inexistencia de la cola entre nosotros y es, al mismo tiempo, el vestigio de su realidad ancestral.
Joselito Gallo
***
Bonifacio y Chillida