Bonifacio 1995
(11. La tentación de rendirse; 12. Un paso al frente)
Course landaise
Jean Juan Palette-Cazajus
11. LA TENTACIÓN DE RENDIRSE
Posteriormente, la grata tentación de los juegos formales, a veces irrisorios, a que da lugar la simbología taurina tenderá a retraerse. Porque la sombra de los batallones filoanimalistas en orden de batalla empieza a planear definitivamente sobre el paisaje intelectual. Por esto, a partir de los años 90, no hay reflexión medianamente seria sobre la tauromaquia que no aparezca condicionada por el problema, en adelante crucial, de su legitimidad ética. En 1998, el etnólogo francés Frédéric Saumade publica Las tauromaquias europeas: la forma y la historia, un enfoque antropológico. Con el prólogo, llega la transgresión: «De modo que tenemos que admitir que la teoría sacrificial no es más que la proyección intelectual de un arquetipo etnológico sobre una realidad que aparece así más sugestiva, cuando lo que requería era una explicación realmente convincente». El libro practica una minuciosa descripción sociológica de lo que Frédéric Saumade considera las distintas tauromaquias europeas, desde el soporte material que permite la realización del espectáculo, siguiendo con el entorno humano, social y económico que le da vida, terminando con las consideraciones etnográficas que diferencian, contrastan u oponen cada una de las tauromaquias descritas. Éstas son, además de la llamada por Saumade «corrida andaluza», o sea la que nosotros llamamos lisa y llanamente «corrida de toros», la corrida portuguesa, las corridas navarra y aragonesa, desde el encierro pamplonica hasta las muy variadas modalidades de saltadores y «recortadores», la corrida landesa y la corrida camarguesa, estas dos últimas en suelo francés. Desde un principio, el etnólogo galo tiene una idea detrás de la cabeza. La comentaremos en su momento. Para sostenerla tiene que poder demostrar la perfecta autonomía y originalidad contrastada de cada una de las tauromaquias propuestas. En apoyo de su demostración, recurre, siempre que la realidad le parezca brindar la ocasión, al método estructuralista de oposiciones e inversiones binarias.
Corrida camarguesa
Nos encanta que Saumade explique que la nefanda práctica del «afeitado» se convierte en una forma de castración metafórica que hace del noble toro de lidia un buey metafórico. Nos encanta que Saumade llame nuestra atención sobre la inversión de valores que caracteriza la comparación entre el torero español y la cuadrilla de «forcados» portugueses encargados de inmovilizar al toro. El primero, generalmente de extracción popular pero «aristocratizado» por su prestigio individual, los segundos más bien de elevada procedencia social pero cuya actuación en el ruedo se rige por una solidaridad igualitaria. En la corrida camarguesa los «toros» de raza autóctona son llamados en provenzal, «biòus», o sea bueyes, ya que son castrados, sin que quede por ello afectada su capacidad de embestir incansablemente durante muchos años. Estos bueyes son, pues, toros metafóricos. Los «raseteurs» provistos en la muñeca de un gancho especial, tratan de arrancar de la testuz del toro una «cocarde», escarapela o lazo, premiada con más o menos dinero según la dificultad y el prestigio del toro perseguidor cuya «carrera profesional» puede llegar a los 14 años. La permanencia del individuo estrella la ostenta, pues, el toro, frente a la diversidad efímera de los «raseteurs». Nos encanta que Saumade concluya así que en la corrida camarguesa el toro es un torero metafórico.
No oculto mi admiración por la riqueza descriptiva y etnológica del libro de Frédéric Saumade. La dimensión que abordaremos ahora me merece en cambio muchas más reservas, puesto que la verdadera finalidad de la obra, la idea detrás de la cabeza, acorde con el nueva clima ético y zoófilo, parece ser la de cuestionar la muerte del toro. La recensión efectuada por el autor habla de cinco, seis tauromaquias «europeas». Son en realidad ibéricas, a lo que hay que añadir una estrecha franja meridional francesa. Sólo la modalidad que el autor designa como «corrida andaluza» acaba con la vida del toro. Dicha excepción se convierte, pues, en sospechosa y cuestionable. Para Saumade, la corrida andaluza lleva la marca indeleble de su origen en el seno de lo que califica de «imperialismo cultural andaluz». Debe entenderse como la perpetuación, en el tiempo y en los valores de las prácticas aristocráticas. El auge del toreo a pie, dice Saumade, fue encuadrado desde mediados del siglo XVIII por las Reales Maestranzas de Caballería de Sevilla y Ronda, cuyos valores nobiliarios interiorizaron hasta hoy los arrogantes e individualistas toreros. La cría del toro de lidia se rigió por parecidos valores y criterios. El «imperialismo» cultural andaluz impuso a España su tauromaquia como le impuso su folklore. Los primeros rudimentos del toreo a pie no tienen más utilidad que facilitar la estocada. Al revés, hoy el público sólo le dedica importancia a la faena de muleta y ha dejado de valorar la estocada. La conclusión de Saumade es que la muerte del toro sólo constituye ya una rutina. Arrastrado por la inercia dualista, Saumade aprovecha la existencia del llamado «indulto», excepcional, concedido a los toros particularmente bravos, para inferir la arbitrariedad de su muerte habitual. El etnólogo francés es demasiado diestro en las prácticas binarias para no comprender que la excepcionalidad del indulto es, al revés, la inversión de una regla necesaria: la muerte del toro, exigida por el desarrollo coherente de la lidia y de sus valores.
Forcados portugueses
Lo más grave del asunto es la evidente precariedad de la tesis de la existencia autónoma de variadas tauromaquias europeas. El propio Saumade en su muy interesante descripción de los orígenes y desarrollo de cada una de ellas no tiene más remedio que poner en evidencia su absoluta dependencia histórica de la llamada «corrida andaluza». No nos engañemos, si lo que Saumade discrimina como «corrida andaluza» se enfrenta a una evidente crisis de supervivencia, aquellas llamadas «otras tauromaquias» no son más que sus satélites semiapagados. Presencio personalmente el ocaso de la modesta «course landaise». La «course» camarguesa sigue teniendo cierto arraigo popular pero no sostiene la comparación con las corridas de muerte clásicas que ya dejaremos de llamar «andaluzas». A la corrida camarguesa, Frédéric Saumade la considera históricamente «republicana». Ésta, el encierro pamplonica y las tradiciones tumultuarias parecidas -dice- están marcadas por un prurito antiautoritario. Mientras la corrida portuguesa es ella «igualitaria». Todos, pues, quedamos debidamente aleccionados para inferir el carácter básicamente «reaccionario» de la corrida ex andaluza, desde sus orígenes y hasta la muerte del toro. La crisis es general, pero frente a la irreductibilidad de la corrida de muerte las otras tauromaquias, que vegetan a su sombra, aparecen como simples apéndices lúdicos.
Encierro
12. UN PASO AL FRENTE
En 2002, cuatro años después de Las tauromaquias europeas aparece en las librerías La escuela más sobria de vida, del filósofo Víctor Gómez Pin. El título pertenece a una frase de Marcel Proust en El tiempo recobrado: «Por lo que el arte es lo más real que existe, es la escuela más sobria («austera» dice el texto francés) de vida y el verdadero Juicio final». Tauromaquia como exigencia ética reza el subtítulo. Ya llegamos al corazón de la batalla. Conocido el enemigo definitivo, Víctor Gómez Pin da el paso al frente. A partir de ahora, los estudios sacrificiales o simbológicos sobre tauromaquia deberán considerarse como material bélico propio de la Guerra de los Cien Años o como confesión impúdica de que su autor ha decidido permanecer al amparo de un cómodo burladero. Desde el principio, en cuanto se empezaron a correr toros en España, sin duda mucho antes del siglo XIII, surgieron enemigos acérrimos de tales prácticas. La Iglesia condenó esta muestra impía de juego gratuito con la propia vida como un desprecio a su Creador. Acordémonos del Padre Mariana. Los economistas y los ilustrados deploraron los quebrantos infligidos a la agricultura y a su modernización. Los regeneracionistas renegaban de costumbres que parecían apartar a España del «Proceso de la Civilización». Hoy todo discurso histórico, etnológico, simbólico, estético sobre las fiestas de toros es literalmente inaudible para la sensibilidad animalista. Gómez Pin es el primero que empieza a entender la nueva regla del juego.
Entre la publicación de El sacrificio del Toro, de Pitt-Rivers, en 1983 y la de La escuela más sobria de vida transcurrieron 19 años. Desde 2002 hasta hoy, ya han transcurrido 15. Hoy la ofensiva animalista es general, poderosa, implacable, apoyada en una opinión pública mayoritaria, particularmente la juvenil. La zoofilia constituye uno de los elementos estructurales de la posmoderna ideología dominante. La producción de literatura animalista es masiva en todos los países occidentales, particularmente los anglosajones. Cuando salió el libro, la batalla ya había empezado pero era menos feroz y las posiciones de los defensores de la tauromaquia menos precarias. Aquello puede contribuir a explicar la excesiva dispersión del fuego de salvas de Víctor Gómez Pin y su falta de intensidad. Desde un principio el autor entiende bellamente, con ecos fenomenológicos, que si el hombre «es cuerpo atravesado por el lenguaje y lenguaje llamado a asumir la finitud que marca el cuerpo» las diferencias con el animal no humano aparecen desde un principio difícilmente salvables. Habría necesitado más desarrollo e intensidad la posterior disertación sobre la polaridad animal-lenguaje-muerte potencialmente sugeridora de muy sólidas inferencias. La polémica sube de intensidad cuando Gómez Pin elige enfrentarse a la ortodoxia animalista del filósofo Jesús Mosterín, recogida en un libro que hemos leído superficialmente, sin que supiera retenernos y programáticamente titulado Vivan los animales. La argumentación pretende apoyarse en lo último de las neurociencias no siempre, ni mucho menos, con criterio y propiedad. No creo pecar de simplismo afirmando que Mosterín pretende, lisa y llanamente, borrar toda frontera entre humanos y animales. Gómez Pin elige, de alguna manera, la vía de la autojustificación aceptando que el adversario elija el terreno y dicte los términos de la contienda. Algo parecido a lo que ocurre en la plaza cuando decimos que «es el toro el que hace la faena». Gómez Pin acierta en demostrar en más de una ocasión la angelical ingenuidad de Mosterín que, en buena lógica continuista, opta por atribuir una posible dimensión simbólica a los más rudimentarios «lenguajes» animales, concretamente a la llamada «danza» laboral de las abejas. Nada demuestra efectivamente, en este caso como en cualquier otro parecido, la existencia de otra cosa que no sea determinismo genético, evolutivo y código funcional.
Corrida andaluza
Por esto, cuando Gómez Pin pretende oponer a Mosterín la inconmensurabilidad entre el potencial simbólico del lenguaje humano y cualquier sistema de señales animal, él, como todos los que lo precedieron, como todos los que vendrán después, no tiene más remedio que caer en la trampa comparativa. La vida humana ha quedado sumergida por la riada de las significaciones acumuladas en la relación hombre-mundo y sedimentadas en el lenguaje. Éste es tan proliferante que está condenado a engendrar metalenguajes siempre insuficientes para poder hablar de sí mismo. Aceptar el principio de una comparación supone atarse dialécticamente de pies y manos. No hay posibilidad de confrontación entre quien se hace el intérprete de un supuesto «lenguaje» totalmente limitado, abarcado y controlado y quien, al revés abarcado y desbordado por el exceso del nuestro, trata de dar cuenta de él. Las larvas de algunos parásitos colonizan el cerebro del animal huésped, cambiando sus comportamientos naturales por aquellos que favorecen las necesidades vitales del desarrollo de dicha larva. Esto es lo que ocurre cuando la larva animalista coloniza nuestro cerebro y nos sugiere como legítimo el debate sobre la porosidad de las fronteras entre hombre y animal. Para desacreditar la «obsesión sacrificial» en los toros, Saumade, dijimos, la calificaba de arquetipo etnológico. La negación, o cuando menos relativización, de las fronteras entre hombre y animal procede ella, como veremos, de la omnipresencia atávica del «arquetipo animista» o antropomórfico.
Seguidamente, Gómez Pin renuncia a la batalla principal para dedicarse, durante un largo capítulo, a establecer «la auténtica jerarquía entre arte y tauromaquia». Capítulo muy subjetivo donde el autor recurre a lecturas históricas -la de la ópera por ejemplo- o actuales, la lectura de las creaciones asépticas e insípidas de ciertas modalidades del arte contemporáneo, para convencernos de que la tauromaquia no puede entrar en las categorías, por muy flexibles que sean, que definen las artes convencionales. El último capítulo, «La animalidad perdida y asumida», vuelve a la trinchera y adopta cierta coloración fenomenológica pero predominan las referencias a la paleontología y la etnología. Extrañamente los autores elegidos son obsoletos. Desconcierta la referencia a las tesis desarrolladas por Sigmund Freud en Tótem y Tabú. El cuento freudiano originario del animal sacrificado y símbolo del padre resulta un poco polvoriento tras los trabajos de Lévi Strauss y de los que vinieron después. Recordemos que para el inmenso etnólogo francés, el totemismo sólo era una ilusión de los antropólogos del siglo XIX. Él lo consideraba esencialmente como una lógica de clasificación que sirve para articular una relación entre series naturales y series culturales. Es más interesante Gómez Pin cuando incide en la fundamental dialéctica entre individuo y especie que en el caso humano se traduce en colisión. La individuación del ejemplar humano de la especie aporta con ella la conciencia de la muerte. «Hablar es dejar de ignorar la dialéctica muerte-vida». Comprenderemos entonces que «la muerte es un concepto del cual los animales carecen. De ahí que […] los animales sencillamente no maten». Irrumpe entonces una aprehensión de la tauromaquia luminosa y productiva que la proyecta como «un reflejo de esa codificación entre registro de la animalidad y registro de la racionalidad» que se convierte en «memoria profunda» alimentada a través de la «fertilización del lenguaje». La lección de la corrida es evidente, «así respecto a la muerte, lo adecuado… [es]… contemplarla no como lo que amenaza la realidad presente, sino como lo que posibilita la presencia de tal realidad».
Víctor Gómez Pin
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Bonifacio