jueves, 30 de mayo de 2024

Botijos de Juan Pedro, extraordinario criador de porcino, para Morante, que escurrió los bultos;Talavante, a quien Timi regaló otra oreja; y Aguado, con sus desmayos de marquesa. Márquez & Moore

 


JOSÉ RAMÓN MÁRQUEZ


Aún me acuerdo, cuando la Plaza la llevaba Manolo Chopera, cuando los meapilas de a tanto alzado estaban con la monserga de que el toro ése de Madrid, tan grande, ese toro que no cabía en la muleta no servía, porque tal y cual, y las liebres por el mar, y por el monte, las sardinas.  Y es que el toro de Juampedro, tan bello, tan armónico, tan proporcionado, era el epítome del canon taurómaco. Y hoy echan en Madrid una tómbola de carne de Juanpedrirtis, con más años que la tana, más fuera de tipo que la Taylor Swift con cien arrobas, negación pura del trapío, que es parecerse a su origen, y aquí todo el mundo callado con que si el segundo se entrega o deja de entregarse, con que si el cuarto se viene a menos, con que si el sexto está justo de fuerza, por no decir que lo que en el día de hoy se anunció como «corrida de toros» fue una Pasarela Cibeles de gorduras mórbidas, de descaste, de mansedumbre y, lo que es peor, de idiotez supina y bovina.

 

No es que nos fuera a pillar de sorpresa la basura ganadera que este enésimo Juan Pedro nos tenía preparada, que ya no nos chupamos el dedo, y por eso es difícil enfadarse. Lo suyo, sabiendo lo que iba a pasar como lo sabíamos, hubiese sido no ir a los toros y haber echado la tarde en el aguaducho de Narváez degustando su exquisita agua de cebada, que nunca falla, pero una vez que se decide ir a Las Ventas, lo último es desesperarse por esa crónica del desastre anunciado que iba a ser, que fue, la corrida de Juan Pedro, en este caso don Juan Pedro Domecq Morenés, que cría con mucho mejor acierto gorrinos de pata negra que venden desde China, a Méjico, Australia, Singapur, Tailandia o el Caribe, herrados con la uve del Duque de Verragua, ya que por si algún despistado aún no se ha enterado aún, todo este mejunje de la «juampedritis», que decía mi añorado Juan Galacho, procede del ganado que, en mala hora, le compró al Duque de Veragua, a principios de 1930, Juan Pedro Domecq y Núñez de Villavicencio. Ya mismo digo que, si yo hubiera sido el Duque de Veragua, hubiera cogido mi Remington Nº 1  y no hubiera dejado un animal en pie, como hizo Buffalo Bill con los bisontes en Wyoming, pero el Duque fue blando, que a fin de cuentas a él lo que le gustaba eran los caballos, y vendió su hierro, su divisa, su antigüedad y sus animales a quien acabaría herrando cerdos porcinos y cerdos de lidia con esas señas, para desdoro eterno del ducado de Veragua, el marquesado de La Jamaica, el almirantazgo de la Mar Oceana y el Adelantamiento Mayor de las Indias.


La cosa es que, lo mismo que la familia de los Veragua es algo así como un ser mitológico que habita el Planeta de los Toros durante un siglo, a los Juampedro les pasa igual, que como todos se llaman de la misma forma, parece que un imponente ser de longevidad imperecedera llevase infernando en los genes ganaderos de esta casa desde un tiempo muy lejano. La cosa es que ahí hay cuatro o cinco generaciones que se llaman Juan Pedro, cada uno con su DNI y su NIF, dedicados a la cría de un subproducto del toro de lidia que nos llevamos tragando durante muchos más años de los que quisiéramos, porque su género es grato a ciertos toreros, a ciertas empresas y a ciertos apoderados, por lo poco que molestan. Ésa y no otra es la razón de que hoy se anunciasen con ese adefesio ganadero los renombrados Morante de la Puebla, Alejandro Talavante y Pablo Aguado que, si tuvieran a su lado a gentes de bien y buenos aficionados, les habrían disuadido de poner sus nombres al lado de una de las más corrompidas vacadas de las que herbajan en España.


El caso es que se perpetró el innecesario cartel en el que todo estaba más visto que el TBO y la Plaza volvió a poner su cartel de «No hay billetes», para que se vaya enterando el pijo y cursi ese de Urtasun, y las gentes se aposentaron en sus localidades, duras como el pan de hace un mes, plenas de ilusión.


La primera bazofia de la tarde se llamó Valedor, número 206. A las siete y veinte minutos ya estaba Morante de la Puebla, tabaco de Virginia y oro, aprestándose a dar fin de él, sin hallar argumentos con los que avalar su cartel, su fama y los dineros que se embolsa. A este semoviente lo bregó de manera exquisita Curro Javier, pero la mayoría de los espectadores ni sabían quién era Curro Javier, ni les importaba un bledo lo referente a la lidia del bicho. Hay que ser justos con Morante y poner en relieve un molinete de aire abelmontado, Sevilla en Madrid, de un aire tan añejo que había que haberse leído varias veces el tomo III del Cossío para poder comprenderlo. Las gentes se enfadaron con la actuación de Morante, que no es torero de Madrid pero que tiene legión de partidarios, y a los más viejos del lugar nos dio lo mismo lo que hiciera, porque sabíamos bien a lo que venía. Cero sorpresa.


 Tras la muerte, hecha de cualquier manera, de Valedor, su sede fue ocupada inmediatamente por Trinador, número 94, otra bazofia que cayó en las manos de Alejandro Talavante, de blanco y oro, al que después de casi dieciocho años de alternativa no se le ocurre otra cosa mejor que empezar su faena de rodillas, como si viniese a presentarse. El bóvido, manso y áspero, calamocheaba lo suyo y Talavante ahí estaba, erre que erre, en un desesperante trasteo muy a menos en el que se iban apagando por igual las mechas del asqueroso del toro y del camaleónico torero. Cuando el pacense vio que nadie le echaba cuentas, se fue a por el estoque de verdad y le pegó al manso dos pinchazos y una estocada tendida y trasera con los que le mandó a los luceros,  junto a don Juan Pedro Domecq y Núñez de Villavicencio y don Cristóbal Colón Aguilera, XV Duque de Veragua.


La tercera negación de casta y bravura de la tarde se llamó Tamborilero, número 64. Su innecesaria lidia y su segura muerte le correspondieron a Pablo Aguado, de verde botella y oro. En este toro se quiso redimir Morante ante su parroquia y dejó un quite en el que brillaron dos verónicas de puro cuajo, no de las de Antoñete o de Julio Robles, más bien de Curro Puya, de gran arte, que serían a la postre lo mejor de la tarde. Réplica de Aguado en tono menor por chicuelinas, como si respondes a la 3ª de Mahler con la marcha turca, sonata n.º 11, de Mozart. Imposible pugna. Torero y bonito inicio de Aguado con pases de trinchera, molinete y cambio de manos y punto final, pues a partir de ahí la mansedumbre y el descaste del semoviente dieron al traste con las posibilidades de poder ver algo. Vaya desde aquí otro abrazo para el vigente Juan Pedro.


En la cuarta anomalía genética, Ollero, número 213, Morante se quiso quitar la espinita de la nada que había interpretado en su primero y, la verdad, es que preferimos a aquel iluminado que a este que se las da de trabajador y de aseado. El trasteo fue de quinta, sin nada que aportar, pero a la parte más pedestre de la afición la dejó satisfecha con sus «ganas de trabajar» y consiguió que no le montaran la bronca que le pegaron en su primero.


El mastodonte de 672 kilos (¡Choperaaaaaaa, el toro grandeeeeeee no sirveeeeee!), fuera de cualquier baremo de la juampedritis le cayó a Talavante. Fue este mamotreto un bobo de solemnidad, tonto embestidor y falto de la más mínima inteligencia, que le das un  boli y un boleto de la Primitiva y no sabría dónde poner las equis, pero tiene la virtud, tan admirada por cierto estamento taurino, de que no da problemas y repite las embestidas incesantemente. Y ahí está el camaleón dispuesto a crear una faena, en este caso con aire a Enrique Ponce, ayuna de compromiso, de verdad y de sinceridad. Talavante toreó más al público que al toro, y mira que el toro tenía poco que torear, y las gentes que con todo derecho habían acudido a un acto festivo y a la llamada de Morante, encontraron en la levedad de la propuesta de Talavante un clavo al que asirse para salvar su tarde. Y para los que vamos a los toros a ver torear, Talavante nos dejó con un palmo de narices, un sopapo en los morros, una nada ventajista y desairada en la que se aprovechó del estúpido ir y venir del cuadrúpedo sin dejar nada de enjundia que poder contar a los nietos. Le dieron una oreja como podían habérsela no dado, tras el infame bajonazo con el que se libró de la tómbola de carne, pero ahí estaba Timi, tan dispuesto siempre. Oreja y vuelta de nulo peso y menos valor. Ya van dos.


Y de final, el sexto desperdicio ganadero, Pasajero, número 62, al que Aguado dio unas verónicas ligeras, sin cuajo, muy de estos tiempos en que vivimos, que fueron jaleadas por la parroquia como si fueran algo. Aguado se quiso poner bonito, con su desmayo de a tanto alzado, pero en los planes de la birria colorada y ojo de perdiz que tenía enfrente, más feo que pegar a un Diputado,  no estaba la cosa de echar una mano a las gracietas de Aguado, a su esteticismo huero, a su impostado desmayo, a su lentitud no de mando sino de acompañamiento y a su impostura.


En el filme «El Padrino», Francis Ford Coppola, 1972, Vito Corleone dice a su hijo Michele: «El que venga a ti con una propuesta de acuerdo o de reunión, ése es el traidor». Pues aquí, lo mismo: «El que te proponga torear la de Juan Pedro, ése es el auténtico antitaurino».






ANDREW MOORE














FIN