sábado, 18 de mayo de 2024

Tras las turras de parralejos y victorianos, vuelta al toro con La Quinta, para Perera Groundhog Day, De Justo en su mejor faena madrileña, y Ginés, al que verle torear es como ver a un tío ponerse los pantalones. Márquez (sin Moore)

 


JOSÉ RAMÓN MÁRQUEZ


Hay que ver cómo cambia el signo de la tarde cuando hay toros. Tras las dos turras consecutivas que nos han metido en esta semana, primero los Parralejo y a continuación los de Victoriano del Río, necesitábamos volver a encontrarnos con el toro para no caer en una depresión más gorda que la que arrastra Morante. Hoy ha aparecido en nuestro auxilio Santa Coloma, la Santa favorita de Jorge Laverón, para poner seis enigmas de capa cárdena en el ruedo de Las Ventas a ver quién era capaz de despejar sus incógnitas. Constantemente reiteramos que la base del espectáculo llamado «los toros» está precisamente en la existencia del toro, y que él es capaz por sí mismo de sostener en pie una tarde por muy mal que anden los toreros. Y no hablamos de bravura, sino de casta, que es lo que hace interesante al toro porque eso complica enormemente el desarrollo de la lidia. Estaba el segundo de hoy, Fusilero, número 17 atento a la brega que le daba Morenito de Arlés, a la espera del espléndido par de banderillas que después le pondría «El Algabeño», cuando se gira y se abalanza sobre un peón, acaso Manuel Larios, al que tenía controlado con el rabillo del ojo y que estaba en su puesto a esperar la salida del par de su compañero. El toro bobo no sabe lo que hay a su alrededor, ni se entera de nada más que de la muleta, muleta, muleta, mientras que el de casta tiene personalidad y reacciones imprevisibles, como ésta que traemos a colación.


Aún no hemos dicho que la ganadería ajustada para el día de hoy, con divisa encarnada y amarilla, fue La Quinta. Los toros que se trajeron desde Palma del Río fueron todos cinqueños y, como viene siendo habitual en esta vacada, lució más peso del que usualmente se le presupone a este encaste. De entre los seis toros de un encierro excelentemente presentado, destacó por belleza, tipo y trapío el quinto, Periquito, número 50 y por lo contrario el sexto, Zamorano, número 61, toro grande en el tipo ibarreño, cárdeno muy oscuro, de lomo recto y 627 kilos de la «báscula ojimetril venteña» y con la característica poca cara de este encaste.


Nos enseñaron desde críos que estos toros de Santacoloma pedían decisiones rápidas: pronto y en la mano, así como faenas breves, que gustaban del galope a la distancia en los inicios de la faena, que no hay que confiarse con ellos porque a la primera de cambio te cazan, que son exigentes y al torero le dan si él mismo les da, nos enseñaron que para hacerse con ellos hay que engancharlos y llevarlos toreados y que cuantas menos pistas tengan respecto de que hay por allí un señor manejando un engaño, mejor.


Para la lidia y muerte de los pupilos de La Quinta contrataron a Miguel Ángel Perera, Emilio de Justo y Ginés Marín, que es el que se vino mejor vestido, de azul soraya y oro.


Sorprendió cuando Perera se fue frente a la puerta de los chiqueros a recibir de rodillas a Cedacero, número 9, primero de la tarde. Tras el leve susto se incorporó y soltó unas verónicas muy de paisano. No fue el toro un dechado de bravura en el caballo, pero a cambio se vino arriba en banderillas y demostró que tenía una embestida humillada y templada. Con esas señas Perera se dispuso a hacerle su faena, que consistió exactamente en 73 pases de todo tipo y jaez dados con ambas manos. Habíamos dicho antes «faenas breves», pues Perera ignora lo que eso es, y mira que el bicho, cuando consideró que su aportación al toreo había acabado, volvió grupas ostensiblemente, pero Perera siguió y siguió y cuando despertamos de un sueñecito ahí seguían Perera y Cedacero, pero ahora en el 4, que allí se lo llevó para seguir su Feria de Muestras. El toro tendría unos veinticinco pases y Perera le dio casi tres veces más, que aquello parecía inacabable. La hora de matar se saldó con un pinchazo, media estocada, dos descabellos y dos avisos.


Con un vibrante saludo de capa de aire abelmontado y el toro ciñéndose trabó conocimiento Emilio de Justo con Fusilero, número 17. Empuja el toro metiendo la cara al cite de Juan Bernal y, a la salida, deja el torero un excelente quite por chicuelinas de mano baja, rematadas con una airosa media. Acude el toro de largo a la segunda vara con Bernal citando muy toreramente, dando los pechos del jamelgo y cayendo traserilla la puya. Réplica también por chicuelinas de menos emoción de Ginés Marín que, por lo menos, lo intenta. Del gran par de «Algabeño» a este toro ya se habló antes. Brinda al público Emilio de Justo y comienza su viaje a ninguna parte sin enterarse de la distancia que le pide el toro, vaciando hacia afuera las embestidas y quedándose descolocado, por lo que el toro pasa de él. Da la impresión de que el torero, que mete unos gritos espeluznantes, no se acaba de fiar de la castita del toro. En el transcurso de la faena se percibe que el toro va por el pitón izquierdo, pero hay que pisar otro terreno que el que Emilio elige. La cosa llega a su fin cuando De Justo le receta a Fusilero una estocada desprendida acompañada de un formidable alarido, dejando la impresión de que la casta del toro le previno de meterse en harinas con él.


Como no podía ser menos Ginés Marín se cruza la Plaza de manera circunspecta para su correspondiente «porta gayola» y, una vez erguido, instrumentar unas verónicas de las que el abuelo de Vicente Palmeiro llamaba «de pegolete», es decir a pies juntos. Entra el toro al relance hacia la caballería que monta el padre del torero arreando un buen trastazo que descabalga al padre que cae en pie, sin que el hijo acuda presto al quite. Torpe también Guillermo Marín en su segunda vara, muy trasera, en la que no aprieta. En la cosa de la muleta da la impresión de que no hay lo que se dice un plan, y ahí tiene Ginés al toro de acá para allá, zascandileando con él lo mismo que Abellán zascandilea por el callejón. El trasteo de Ginés es narcoléptico, vuelta va y luego vuelta viene con el toro toreándose él solo. Verle torear es como ver a un tío ponerse unos pantalones: primero una pierna y luego la otra. La apatía se hace dueña del tendido y las gentes ni aplauden ni silban el tedio de Marín que, cuando se pone a matar sale perseguido por el toro, a toda carrera, y le lanza la muleta a la cara en acto de muy poca torería. Mata a la última y se lleva un aviso.


El cuarto de la tarde, que atiende por Vidriero, número 46, recibe el correspondiente «pegolete» de Perera. Es algo blandengue al principio de su vida pública y no puntúa especialmente en la cosa equina ni en el segundo tercio. Perera empieza su faena, que va a constar de 49 pases, con una tanda por la derecha muy en su estilo a base de temple y mando y sin colocación. La cosa va desarrollándose según lo previsto hasta que en el pase número 9 el torero se queda descubierto y el toro que le ve hace por él y le zarandea. Nueve pases después, en el 18, le pasa lo mismo y tal cual se repite la misma cosa en el 28. En el pase número 29 recibe un achuchón. Algo cabalístico hay en los pases con 8 y con 9, porque el torero recibe nuevo susto en el pase número 38 y en el 43 se vuelve a repetir la cosa, que finaliza con el empujón que recibe el torero en el pase 49 al entrar a matar.


El quinto, Periquito, es el toro de la corrida. De Justo lo recibe con una larga cambiada de rodillas en el 9. La manera en que se saca el toro a los medios es pura torería, ahormando al toro sin un enganchón, sin una violencia. Luego pone al toro de largo al caballo de Germán González y el bicho primeramente es remiso a entrar, pero cuando acude lo hace con todo, recibiendo un puyazo trasero y después un buen puyazo en el que el toro cumple. Morenito de Arlés deja un sensacional segundo par y en seguida ya está de nuevo Emilio de Justo camino de los medios a brindar también su segundo toro al público. Los inicios de su faena están basados en la mano derecha y en el descoloque, dejando algún derechazo de buen trazo. Mientras está pasando de muleta con la diestra el toro, que ya le había avisado, éste le prende feamente y le zarandea. Cuando De Justo se repone del trastazo y vuelve a la cara del animal, se ha producido una epifanía y a partir de ahí todo empieza ir de la mejor manera a partir de una excelente serie de naturales en la que el torero aguanta algún que otro gañafón, seguida por otra aún mejor, que todavía es mejor viendo la excelente colocación de De Justo. A continuación viene otra más con la Plaza como un manicomio. Después, cuando el toro se le echa encima imprevistamente, se le quita con un molinete y uno de pecho de pura improvisación y después se saca el toro hasta los medios con un torerísimo abaniqueo por la cara rematado con un trincherazo que pone en pie a la Plaza entera. En el platillo se tira con fe a cobrar la estocada que le dé el triunfo que merece su faena y deja una estocada entera tendida y traserilla que no acaba con el bicho. Luego vienen los descabellos y los avisos y la mejor faena de Emilio de Justo en Madrid, esta faena a más en la que ha habido valor, colocación, torería añeja, clasicismo y, sobre todo, muchísima verdad, se queda en una clamorosa vuelta al ruedo.


Cuando sale Zamorano, el ibarreño, la Plaza está conmocionada por lo que acaba de ocurrir. El toro engaña en sus inicios pues mansea y sale huido de la primera vara y puntúa algo mejor en la segunda. En banderillas poco dice y de pronto, en el último tercio descubre su verdadero ser embestidor, humillador y colaborador. El toro más claro del encierro, que va por los dos pitones, ante el que Ginés Marín es incapaz de montar un business plan. Ver a Ginés es como ver currar a un albañil alzando un tabique con rasillas. El toro no para de embestir y cuando en un derrote de fastidio desarma al torero, éste entiende el mensaje y decide acabar el número, cosa que hace con una estocada haciendo guardia, otra quedándose en la cara y tirando la muleta y otra cuarteando y tirando de nuevo la muleta.





FIN