martes, 28 de mayo de 2024

De una estación donde ya no pasan trenes


 Vilar Formoso


Vicente Llorca


Vilar Formoso está al otro lado de la raya. Es la estación de tren de Portugal de una línea que en tiempos llegaba hasta Oporto viniendo de Medina del Campo, cambiaba en Venta de Baños –todos los trenes de la época cambiaban en Venta de Baños y en verano subía a Francia: se decía que un ramal alcanzaba hasta Lisboa y aún más lejos.


Ahora apenas pasan trenes, excepto algún mercancías de tarde en tarde, y los hostales de viajeros y las casas de comidas del pueblo están cerrados. Frente a la estación, adornada con una portada barroca de azulejos añiles, aún se erigen los antiguos edificios de aduanas, grandes y retóricos, que ya nunca se abren. Otra nave, al final de las vías, ostenta unas altas grúas de hierro oxidadas, que alcanzan un muelle de carga rodeado de una verja. Los cardos cubren la verja ahora; no se sabe adónde lleva el camino que surge de las grúas. El quiosco Fomseca, de oceánico nombre, se levanta al final de la plaza, prometiendo un lento descanso a los que trajinaban en las naves de carga.


Hemos llegado a Vilar Formoso en una mañana de domingo. Venimos de Viseu, allá en el interior, la Beira Alta, en donde el plan de fotografiar la fachada barroca de la catedral se había torcido un tanto, debido a la aglomeración de bodas y vestidos con floripondios que ocupaban la plaza. En la iglesia de la Misericordia, enfrente, habíamos escuchado la misa cantada, con la parsimoniosa lectura de la epístola en portugués y un coro que acompañaba la misa desde un lugar remoto, que desde la nave de los fieles no se distingue. Debe de estar situado sobre el arco escarzano que abre la nave única del templo. Un presbítero, minucioso, acompañaba el canto al órgano sobre una ventana en el transepto. Estaba todo muy lejos, de repente, de la algarabía de la plaza en donde, a la salida, un coche de caballos se empeñaba en pasar por encima de la multitud de vestales.


Éstas, ni las damas de honor, no habían llegado a las melancólicas y trabajosas cuestas de la ciudad, que ascienden hasta el castillo, y por ellas pudimos pasear, una vez más, por su escenario lluvioso aunque no llueva– y su tristeza de tiendas de provincias con una flor de papel en el escaparate


Las tascas del casco viejo estaban llenas con lo que decidimos volver a la raya. Al regreso, el bar de la estación estaba ya cerrado. Tiene una cantina memorable y silenciosa, entre azulejos que describen la batalla de Elvas o la circunnavegación del Cabo de las Tormentas por Vasco de Gama, cerveza lusa y un queso de la Serra da Estrela digno de los recuerdos del Imperio. Algunas tardes se puede incluso salir a las mesas colocadas en el andén y, en él, esperar fumando el paso de un tren que no llega nunca. Frente a la cantina la pastelería de la esquina estaba también cerrada, en un domingo ciertamente desolado. (En la cafetería, de pasteles ciclópeos y azucarados, habíamos visto entrar otra mañana dominical a una dama ajada, con sombrero con velo, bastón nacarado y perrito con abrigo verde, que se sentó en una ventana sin hablar con nadie y nos hizo evocar de pronto un bistrot de París, un tanto suburbial quizás, del que la figura velada había surgido sin duda. Qué hacía la dama del velo en la pastelería de aquella estación remota, después de la hora de misa…)


La ciudad duerme. En la calle que baja a la estación hay un único bar abierto, con una mesa en la calle y las ventanas oscuras. Está regido por una dueña escéptica, con el pelo teñido de rojo, que ha visto pasar mejores días. La televisión a todo volumen da las noticias de los partidos de fútbol de la comarca. No tiene nada de comer, dice, pero nos resignamos a una cerveza caliente, abierta con cierta parsimonia por la tabernera. No entra ya nadie. Un lugareño sin afeitar y pendiente de pirata en la oreja saluda solemne a los que quedan.


En la entrada del pueblo un cartel sobre una rotonda, bajo la fotografía de un candidato ignorado, proclamaba en visibles letras que: “Pagamos tantos impostos para sustentar a corrupçao”  (“Pagamos tantos impuestos para sostener la corrupción”). Era la mejor definición, comentamos, sobre estos últimos días que habíamos visto en algún cartel.


En la rotonda no pasaba ningún coche. Tampoco en la calle que bajaba a la estación, que se veía, cerrada, allá a lo lejos.



Vilar Formoso