Asesinada en su paseo mañanero por un pitbull (con cables cruzados de rottweiler) suelto, Suna volvió a casa por última vez a mediodía. Vino en una caja de cartón. Acostumbrados a su estridencia vital de fierecilla indomada, conmovía aquel silencio de cartonaje veterinario. Otra vez la caja de música del nuevo auto-retrato del poeta:
Un niño es una fiera... Y yo era un niño el día
en que me hicieron la primer fotografía.
Mi padre, que era un clásico, sabía, por Orfeo,
cómo amansa las fieras la música...Yo creo
que -instrumento inconsciente del destino- entre todos
hallaron, de aquietarme procurando los modos,
el libro-caja de música en que apoyada
mi sien se ve. La música me sirve de almohada.
Rubio y tierno, de dulces ojos, cara redonda,
el alma toda albor y la guedeja blonda,
aparezco en aquel retrato, calladete,
escuchando encantado el dulce soniquete.
Con melancolía ladeábamos también ahora la cabeza.
¿Todos -pregunta el funebrista- tenemos el oído pendiente de una canción lejana que el ruido de los hombres, de nuestros propios pasos no nos dejan oír exactamente? ¿Será, Dios mío, una misma canción? Es probable que la idea final del hombre que muere sea la de que va a nacer. Y esa música sea la nana dulce del pobre niño que todo hombre lleva dentro martirizado por el hombre que lleva fuera.
¿Todos -pregunta el funebrista- tenemos el oído pendiente de una canción lejana que el ruido de los hombres, de nuestros propios pasos no nos dejan oír exactamente? ¿Será, Dios mío, una misma canción? Es probable que la idea final del hombre que muere sea la de que va a nacer. Y esa música sea la nana dulce del pobre niño que todo hombre lleva dentro martirizado por el hombre que lleva fuera.