Aquella otra renovación vital, fresca, carnosa y mofletuda
Hughes
Abc
En el anuncio de Ciudadanos todos los hombres, hasta nueve, llevan barba. Están en un bar (dónde, si no) y alguien les habla en la tele. Suena prometedor. Levantan la mirada y es un hombre afeitado, de mejilla sonrosada incluso. Es Albert Rivera.
El anuncio parece que quiere decirnos algo. Son españoles que comparten hastío y barba como un símbolo de hartazgo, la sombra facial de los problemas. En ellos predomina una barba moderada, claramente rajoyita. Unas barbas medrosas. Todos llevaríamos una igual, quizás un vestigio de barba sociata o pura corrección «hipster». ¿Pero por qué llevamos barba? ¿Qué nos impide cambiar? ¿Miedo de nuestro propio careto? Un día la dejamos y la costumbre hizo el resto. Hasta que aparece un líder perfectamente rasurado. Rivera vuelve a ofrecer el atractivo del adán, político lampiño a cara descubierta. Rivera está pulsando por lo bajini una renovación vital, fresca, carnosa y mofletuda.
En 1927, Salaverría se extrañanaba en ABC de algunas opiniones contrarias a la barba. Para Nietzsche eran propias de épocas decadentes; Mussolini fue más lejos: «Soy enemigo de las barbas. El fascismo lo es también. Mirad los bustos de los grandes emperadores y los veréis todos afeitados: César, Augusto (...) Las barbas fueron generales en el antiguo régimen decadente que el fascismo viene a reemplazar con la juventud de las caras rasuradas».
¡Nuevo suarismo del rasurado! ¡Nuevo Pacto ante el espejo!