Manuel García-Pelayo y Alonso
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Para la socialdemocracia es populismo todo lo que no está en la socialdemocracia, pero la apoteosis del populismo es la socialdemocracia.
La socialdemocracia entró a España doctrinalmente en los 50 con Tierno, que la vendía envuelta en unos cuadernos de la CIA, y granó, primero, en el 82, con Gonzalón y Guerra prometiendo Gibraltar en un balcón del Palace, y luego, en el 83, con Guerra poniendo boca de piñón y ojos como bolitas de alcanfor, a lo Evita, para decir “Tó pal pueblo” en lo que Manuel García-Pelayo y Alonso decidía con su voto de “kalidá” levantarle Rumasa a Ruiz Mateos, “levantá” muy celebrada por esos intelectuales de granja que hoy llaman cuñado a Donald Trump… ¡por populista!
García-Pelayo visitó una vez en Berlín a Carl Schmitt, que le dedicó, con un aforismo de Jünger que parece pensado para Rajoy, un libro sobre Scharnhorst, el mítico jemad (¡como Julio Rodríguez!) prusiano: “Nadie muere antes de cumplir su misión, pero hay quien la sobrevive”. García-Pelayo cumplió su misión en Madrid y fue a morir, oh, justicia poética, a Venezuela.
El invento predilecto del populismo socialdemócrata es el Defensor del Pueblo, institución perfectamente superflua en una democracia que lo sea, y la prueba es que, en la única que hay, no hay.
Aquel “futuro reino de la igualdad y la unanimidad” que anunció Santayana está aquí: es la socialdemocracia, cuyo relativismo moral nos trae a Otegui, El Gordo, como nuevo líder de “multitúes”. Después de todo (cuando en España se es algo, se es “después de todo”), si todos quieren reformar la Constitución, El Gordo presumirá de haber querido “reformar” en un zulo a uno que la escribió: tarde/noche del 3 de julio del 79, no por las Cortes, como dicen ahora (eso hubiera implicado valor, por la presencia policial), sino por su casa, en Lope de Rueda, 55.
Que una cosa es visitar a los Castro en Tropicana, como Obama, y otra, recibir en el Parlamento de la tribu al Gordo, como Puigdemont.