Jean Palette-Cazajus
Cuatro apuntes, deshilachados y tardíos, sobre la Semana Santa de Madrid. Una Semana Santa que viene de la casi nada y que, por lo visto, intenta ser algo.
Capítulo aparte para el Cristo de Medinaceli, que sigue siendo el Gran Poder del Foro y ostenta aparatoso mando en plaza. La procesión es la única que atrae multitudes y ofrece visos de máxima solemnidad y oficialidad. Tiene también cosas cursis, cosas rancias y todavía, creo, que cierto regusto castizo. Imponente el paso de Cristo. Pero cutrísima, consternante, la electrificación de los velones y la de los faroles y guardabrisas. Y patético el volantito trasero para «pilotear» el paso. Cualquier paso sobre ruedas coqueteará siempre con lo ridículo.
Por eso las demás cofradías, casi todas ellas, se están sevillanizando y "costalerizando" a ultranza. Hace años que es el caso de la de la Colegiata, que une lo impensable en Sevilla, el agua y el fuego, o sea el «Gran Poé» y la Macarena.
Extraño sentimiento el de presenciar el paso de una buena copia china, de esas que dan el pego, del «Señor» y de la «Señora» por antonomasia, como los llaman los sevillanos cursis, que no son pocos. Y extraños cosquilleos, por intermitencia, de verdadera emoción, por más que ambos pasos carezcan del aura y de la magnificencia de los originales. Pero emoción aguada por el exceso de seudosevillanismo paródico en que se recrea toda la cofradía, desde los costaleros parlanchines al capataz retórico pasando por el demodé piropeo de «¡Macarena guapa y guapa!» a cargo de cuatro niñatas chillonas. Al menos se «sintió» alguna saeta decentita.
Jesús el Pobre y las susodichas advocaciones béticas convocan a bastante gente a primera hora de la noche. En el marco de la Plaza de la Villa el espectáculo roza la grandeza. Luego la cosa se va desinflando despiadadamente. La supuesta Macarena, a última hora en la Plaza Mayor, se arrastraba casi solitaria, mientras a la misma hora su grandioso modelo apenas si podría progresar calle Feria alante.
Por las calles de nuestro viejo barrio de vinos, tertulias y amistades por Matute, Huertas, Santa Ana, Prado, Echegaray, León, Cervantes, Lope de Vega, transitó durante la tarde noche del Viernes Santo,la muy decente talla del Cristo de la Fe. El modelo del paso es claramente el también sevillano Cristo de Burgos de la Iglesia de San Pedro.
Bastante gente, en zona tan turística y en un Madrid lleno de forasteros. Pero sensación de escasísimo sentimiento «cofrade» en la capital. Por otro lado, en la mirada de muchos guiris, sin duda de procedencia "reformada", detrás del interés se percibía el recelo frente a semejante espectáculo. Detrás de los cucuruchos nazarenos ven a la Santa Inquisición; detrás del sensualismo barroco entreven la garra vaticana; detrás del trueno de los tambores sienten agazapada la Leyenda Negra. Secuaces de un Dios cerebral, les da pánico tanto paganismo de los sentidos y los perturba el erotismo del olor a incienso. En el fondo, más próximos en eso a los musulmanes, no saben qué es la Encarnación.
Por cierto, sorprendente lujo de bandas musicales en Semana Santa tan modesta. Así el viernes, acompañaba al Cristo de la Fe la Agrupación Musical Santa Marta y Sagrada Cena, de León. Excelente, comparable tanto por el uniforme como por la calidad musical con su evidente modelo, la sevillana Agrupación Musical Virgen de los Reyes. Me encantó también la estupenda y numerosísima Banda Sinfónica La Lira de Pozuelo.
Como toda liturgia ritual, lo importante es que se cumpla. Entre parodia, modestia, cutrez, indiferencia y emoción, la Semana Santa madrileña existió y a mí al menos, a mí, el ateo, me proporcionó, a ratos, esa punzante emoción que es como una transfusión de sentimiento de existir.