In Madrid, if you know the city well, the night never ends
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Por las mesas de Casa Salvador, en Chueca (Barbieri con San Marcos), entre los platos de rabo de toro y merluza frita, pasan galgos ingleses corriendo y cárdenos miuras derrotando, que no sé que más puede pedir hoy uno a la vida, como no sea un nocaut de gancho de “Maravilla” Martínez o un gol potestativo de Cristiano en Barcelona.
Donde ahora acostumbra sentarse Julian Schnabel, ese “capricho de las damas” inventado por Mary Boone, sentábase en otro tiempo Rafael de León, ojos verdes, verdes como la albahaca / verdes como el trigo verde, y el verde verde limón.
Delante, la foto tremenda de Juan Belmonte “el año que se pegó el tiro”, en aclaración de Pepe Blázquez, el fogonero de Casa Salvador, donde a los quince años tuvo la visión mística que una vez cada equis siglos le es dada al español que anda entre pucheros.
–Aquella noche vino Luis Miguel con Ava Gardner y estuvieron en ese cuarto hasta las seis y veinte de la mañana. Ella bebía gin-tonic, que no le hacía nada. Les cantaba Porrina de Badajoz, con su pañuelo de seda. Entonces ella quiso bailar, y al hacer así, madre, los muslos, mis primeros muslos, que no eran muslos. ¡Eran columnas!
Y, turbado hasta el desvanecimiento, hubo de irse.
Por una visión así (una salamandra gozándose en la lumbre), a Cellini lo abofeteó su padre para que no se le olvidara nunca.
Corren los galgos y derrotan los miuras (“¡cómo lloraba mi tío Salvador con Manolete!”), pero a Pepe aún lo impresiona la elegancia heráldica del Porrina (Marqués de Porrina: “Gladio Voceque Vivo”), clavel y gafas negras, tamborileando, de amanecida, fandangos en la barra, con su sol y sombra y su gitana (“muhé de Dio”), que prefería cazalla.
–¡Pensar que en aquel rato cantó sólo para mí!