Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Después de las pancartas de Soledad Lorenzo y María Porto contra el IVA (“la cultura no es un lujo”), no me chocan las hileras de pobres retirando de las mejores galerías sus “tàpies” y sus “barcelós” para encima del tresillo.
El lujo es austero.
Esto no lo sabe mi querida Mireia Ros, que se ha desnudado (¡a buenas horas!) en la prensa barcelonesa para protestar (?) contra los mercados financieros, pues el catalán es tan sentimental con el dinero que hasta Ferran Adrià va diciendo por ahí que no estábamos tan mal desde la guerra civil.
Camba, que antes de la guerra civil observó mucho a los millonarios, llegó a la conclusión de que la única ventaja de tener dinero es que te permite hacer una vida modestísima.
El pobre, en cambio, necesita aparentar todo el tiempo que no se encuentra en una situación de indigencia total, metiéndose en una serie de gastos de que el millonario está exento: colgar “barcelós” encima del tresillo, invitar a gambas a la plancha, dar propinas a los camareros, ofrecer tabaco a los desconocidos…
Por eso la crisis dispara la producción de billetes falsos.
El cacareado hedonismo occidental se divide, pues, en dos placeres: ganar dinero, o placer de ricos, y gastarlo, o placer de pobres.
Pobres que a toda costa quieren ser ricos y ricos que bajo ningún concepto quieren dejar de serlo.
El rico pasa de que le roben la casa en agosto, porque tiene más. Pero al pobre le quita el sueño esa posibilidad, y sé de pobres que este año se defienden alojando en casa a otro pobre mayor que les haga de guardés durante el mes que ellos se tiran de acampada en Sacedón.
Es nuestro “Viridiana” (la película, no el restaurante) socialdemócrata y final.