El sueño florentino de Jorge Bustos
Jorge Bustos
Yo, señor, que renové bajo su caudillaje los trémulos votos de mi primer madridismo, sirvo abnegado en este blanco ejército para lo que usted guste mandarme, que no hallará más seguro servidor ni más entregado caballero. Yo como cronista puedo ser si me pongo independiente hasta el enojo, y yo como madridista soy florentinista hasta la devoción, y quien en ello advierta paradoja seguramente sea indio o sea culé, y no pienso consumar el pareado.
Con este arranque no quiero decir que haya sido usted tocado por la varita de la infalibilidad, que esa inmaculada condición es gracia que compete exclusivamente a La Masía. Se le atribuyen a usted –no le descubro nada– opíparos pelotazos, transacciones megalómanas, fichajes inflacionarios y hasta espantadas de humano hastío que supo, señor, expiar con su napoleónico regreso. Cualquier madridista es muy capaz de poner fechas y apellidos a la citada letanía. Y cualquier madridista, después de sentar cátedra empresarial sobre la barra del bar, se va hoy –el fútbol se conjuga en presente– a la cama ilusionado como un niño ante la fundadísima perspectiva de la Décima. Sólo esa expectativa, imponderable en los fenicios términos que nos monopolizan el juicio, disuelve cualquier herida como el agua del Grial sobre el vientre tiroteado de Sean Connery. ¿Puede haber grial más santo que la Décima?
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