jueves, 15 de julio de 2010

Viva España, viva el Rey, los pastores y la grey

Bajtín en San Fermín

Jorge Bustos

Me voy de Pamplona con la cartera aligerada y un cierto ajetreo de transaminasas, pero con una Copa del Mundo, oigan. Escribo desde el tren, camino de Valencia, y desfilan por la ventanilla naranjos chaparros que no tendrán más altura que la coronilla tonsurada de Andrés Iniesta. “Gracias a Iniesta nos vamos de fiesta”, decía un mensaje de un amigo de Madrid, donde uno hubiera querido estar en la noche del 11 para dar rienda suelta a eso que los periódicos de progreso o los nacionalistas han dado en llamar “nacionalismo de botijo”. Botijo es el objeto que uno asocia más rápidamente con Iniesta, pero en Cataluña el nacionalismo no es botijero sino de progreso, y por eso es fácil que allí un cliente se coma la factura de El Bulli pensando que es otro plato.

Uno vio el partido y se echó solo a la calle y se emocionó atravesando la euforia urbana de los navarros desacomplejados y volvió al hotel, lió el petate, hizo unas llamadas, tecleó unos mensajes, prendió la tele, se puso a llorar y luego se durmió. Qué le vamos a hacer si de pronto nos apresa el sentimentalismo. Debe de ser cosa del botijo.

Para la mayoría, nuestra primera Copa del Mundo será recordada por la deliciosa música de vuvuzela, las sobrevaloradas caderas de Shakira, la inquietante posibilidad de que un acreditado cefalópodo comience a sonar como ministrable junto a Javier Solana, el jartible lugarcomunismo de los periodistas que no renuncian a comparar a Iniesta con Don Quijote y, por descontado, el muy pertinente beso de Casillas a su novia, que sólo pudo decir: “Madre mía”. (¿Y qué dirá ahora Urbaneja?) Para uno, en cambio, el corolario glorioso del Mundial ha venido entremezclado con los Sanfermines, y en la hora del balance no sabemos segregar esta macedonia de sensaciones que saboreamos en la memoria. La fiesta pamplonesa, piensa uno, es la más perfecta concreción de eso que el teórico ruso Bajtín llamaba “lo carnavalesco”; es decir, la subversión reglada del orden establecido. Un despiporre acotado en espacio y tiempo por los pastores de la polis para que la grey experimente una liberación temporal tras de la cual regresará dócilmente al redil legislativo. Pan y circo, vamos. Garrafón y encierros. Ojo, nada de rasgarse las vestiduras. La salud de un pueblo, como la de una persona, depende de que sepa desmadrarse de vez en cuando. Ahora bien, si todo el año fuera carnaval, el ocio consistiría en trabajar. Todo esto ya lo enseñó Epicuro, que exhortaba al equilibrio personal porque había constatado que la búsqueda constante del placer no resulta nada placentera. Disculpen esta tabarra. El traqueteo del vagón, que nos pone reflexivos.

La fiesta, además, une a las personas a priori más irreconciliables. La otra noche fui testigo de una simpática escena en la que dos madrileños, que celebraban el triunfo por la calle Eslava, razonaban con un borrokilla clavadito a Melendi que había animado a Holanda (y no sólo por los porros). Al despedirse los tres, de buen rollito, los madrileños le aconsejaron al tercero: “Piensa, tío. Y lee, tienes que leer más”. No pedían nada. En fin, a falta de libros tenían vino, donde, como sabe Laporta, está la verdad. Así que... ¡viva San Fermín!

(La Gaceta)