viernes, 9 de julio de 2010

Los abertzales no tienen vuvuzelas



Jorge Bustos

La alcaldesa ha tenido el buen gusto de prohi­bir las vuvuze­las durante los Sanfermi­nes, y quizá por eso la piro­peaban ayer por la mañana en la procesión del Santo. Animo a Yolanda Barci­na a que no se pare ahí y recurra las vuvuzelas al TC, aunque entonces nos aguar­darían cuatro años seguros de música de viento. Cierto que prohibirlas, dado el fra­gor ambiental, viene a ser como pedirte que apagues el móvil en Cabo Cañaveral mientras despega el Cha­llenger, pero es que es muy posible que, con una mana­da de australianos soplan­do la jodida trompetilla, los amedrentados toros se negaran a correr. Lo que también está prohibido en actos públicos es la ikurri­ña, pero se ve, mientras que la española está permitida, pero no se ve. A uno le irri­ta profundamente que el matonismo de unos pocos triunfe sobre la achantada mayoría, pero, en fin, así es la humana condición aquí y en la China popular, que diría Carod. En toda la mañana de ayer –con Espa­ña en semis de un mun­dial- vi a un solo tipo luciendo la rojigualda, y la llevaba impresa en la cami­seta. Aún más: encontré a un alemán abrigado en su bandera, paseando orgu­lloso por lo viejo. De psi­quiatra, oigan.

La noche del martes, de hecho, hice un experimen­to. Como había perdido al amigo Lardiés, que anda­ría tras de alguna, me metí en un bar de la calle Jarau­ta, la de las peñas abertza­les. Pegué la hebra con uno del mismo Bilbao y le pre­gunté si de verdad no sen­tía nada viendo marcar a Villa. Nada, me dice. Que como si ve a Botsuana. Le insisto. Me suelta lo de “yo voy con el fútbol”. Sigo insistiendo, ya después de dos copas. Y me acaba reco­nociendo que no sólo no se pierde un solo partido de España sino que se cabrea con los cambios que hace Del Bosque casi tanto como José Damián Gon­zález, vamos. Esto no me lo hubiera dicho delante de su cuadrilla, claro.

Quería hablarles tam­bién de los otros Sanfermi­nes, es decir, los diurnos, que son los bonitos de ver­dad. De corredores que van a misa de siete a pedirle al Morenico que los guíe en el encierro. Del momentico, ese instante en que la pie­dad desata las lenguas de los saeteros como si fueran de Sevilla. (Y lo parece, por el calor). De jóvenes matri­monios que alzan la nena o el nene al paso de la proce­sión para atraerles el para­bién divino, como lo implo­ra el seleccionador para sus muchachos. Del cura San­tos Villanueva, portavoz arzobispal, que ayer me regaló una estampa de San Fermín y me vaticinó que llegaría a director de perió­dico (tiembla, Dávila). De charangas callejeras de ribereños que entonan jotas al sol del mediodía. De un bullente hormigueo de familias risueñas y visi­tantes pasados por la Ilus­tración que vislumbran de la fiesta más allá del plásti­co enmohecido de un cachi (mini) de vinacho, como les sucede a las nefandas hor­das guiris, que se tiran de la fuente de Navarrería haya o no gente debajo y que reme­dian la insatisfacción de que no les haya cogido un toro tratando de pulir el pavimento con el costillar, para que no se diga. Vaya usted a contarles que todo esto se les consiente porque los romanos decapitaron a un obispo pamplonés del siglo IV que se negaba a dejar de evangelizar por España y Francia. Lástima que no llegara a Australia.