Jorge Bustos
La alcaldesa ha tenido el buen gusto de prohibir las vuvuzelas durante los Sanfermines, y quizá por eso la piropeaban ayer por la mañana en la procesión del Santo. Animo a Yolanda Barcina a que no se pare ahí y recurra las vuvuzelas al TC, aunque entonces nos aguardarían cuatro años seguros de música de viento. Cierto que prohibirlas, dado el fragor ambiental, viene a ser como pedirte que apagues el móvil en Cabo Cañaveral mientras despega el Challenger, pero es que es muy posible que, con una manada de australianos soplando la jodida trompetilla, los amedrentados toros se negaran a correr. Lo que también está prohibido en actos públicos es la ikurriña, pero se ve, mientras que la española está permitida, pero no se ve. A uno le irrita profundamente que el matonismo de unos pocos triunfe sobre la achantada mayoría, pero, en fin, así es la humana condición aquí y en la China popular, que diría Carod. En toda la mañana de ayer –con España en semis de un mundial- vi a un solo tipo luciendo la rojigualda, y la llevaba impresa en la camiseta. Aún más: encontré a un alemán abrigado en su bandera, paseando orgulloso por lo viejo. De psiquiatra, oigan.
La noche del martes, de hecho, hice un experimento. Como había perdido al amigo Lardiés, que andaría tras de alguna, me metí en un bar de la calle Jarauta, la de las peñas abertzales. Pegué la hebra con uno del mismo Bilbao y le pregunté si de verdad no sentía nada viendo marcar a Villa. Nada, me dice. Que como si ve a Botsuana. Le insisto. Me suelta lo de “yo voy con el fútbol”. Sigo insistiendo, ya después de dos copas. Y me acaba reconociendo que no sólo no se pierde un solo partido de España sino que se cabrea con los cambios que hace Del Bosque casi tanto como José Damián González, vamos. Esto no me lo hubiera dicho delante de su cuadrilla, claro.
Quería hablarles también de los otros Sanfermines, es decir, los diurnos, que son los bonitos de verdad. De corredores que van a misa de siete a pedirle al Morenico que los guíe en el encierro. Del momentico, ese instante en que la piedad desata las lenguas de los saeteros como si fueran de Sevilla. (Y lo parece, por el calor). De jóvenes matrimonios que alzan la nena o el nene al paso de la procesión para atraerles el parabién divino, como lo implora el seleccionador para sus muchachos. Del cura Santos Villanueva, portavoz arzobispal, que ayer me regaló una estampa de San Fermín y me vaticinó que llegaría a director de periódico (tiembla, Dávila). De charangas callejeras de ribereños que entonan jotas al sol del mediodía. De un bullente hormigueo de familias risueñas y visitantes pasados por la Ilustración que vislumbran de la fiesta más allá del plástico enmohecido de un cachi (mini) de vinacho, como les sucede a las nefandas hordas guiris, que se tiran de la fuente de Navarrería haya o no gente debajo y que remedian la insatisfacción de que no les haya cogido un toro tratando de pulir el pavimento con el costillar, para que no se diga. Vaya usted a contarles que todo esto se les consiente porque los romanos decapitaron a un obispo pamplonés del siglo IV que se negaba a dejar de evangelizar por España y Francia. Lástima que no llegara a Australia.