José Ramón Márquez
Ya se acabaron los Sanfermines, la feria del toro que dicen, y la verdad es que ya se echa de menos lo de enchufar la televisión para ver correr a los toros por las calles de Pamplona, que eso sí es un gustazo mañanero y veraniego.
Cada cosa placentera, para no variar, tiene al lado otras desagradables. La primera es que este año quitaron al barbas que hasta el año pasado explicaba los encierros. El tío tenía una voz grave muy agradable y se notaba que sabía bien de lo que hablaba, con comentarios bastante ponderados. Como el hombre era discreto, era sobrio y llevaba la torta de tiempo haciéndolo muy bien, le han quitado, faltaría más. ¡Menudo es Oliart para estas cosas!
A cambio nos han puesto a una señorita rubia acompañada de dos caballeros, uno que habla y otro que apenas. La señorita rubia habla por los codos; vamos, que no para de hablar y hablar y hablar para no decir más que paridas, como si fuese una amiga de Moncholi. El señor que no habla tiene, al menos, la discreción de permanecer en silencio. y el comentarista que ha sustituido al barbas se defiende como puede del recuerdo del barbas y de seguir los senderos imposibles y delirantes que le marca la rubia.
Para amenizar el plomazo que han pegado, cada día llevaban al estudio a un corredor. Eso lo puso de moda el Dr. Zaius cuando retransmitió encierros, siempre innovando el hombre, y es la cosa más penosa que uno ha visto, porque ¿qué es un corredor? ¿qué tiene que decir? Y, sobre todo ¿a quien le importa su opinión?
El encierro es una barahúnda compuesta de mansos, toros, pastores armados de vara justiciera, hemingways de ida y vuelta, australianos, jóvenes rubitos y sus correspondientes rubitas, valencianos, señores con tripita y otros con un periódico en las manos y, en general, gente anónima a punta de pala, la mayoría de la cual, por cierto, sólo estorba. Entremedias de todo ese paisaje infernal habita el corredor, a empujones con sus congéneres, corre que te corre para librarse sobre todo de los empujones de los otros corredores a base de empujar él a su vez, y tratando de no caer ni tropezar con los caídos, que eso si que tiene mérito. Bueno, cualquiera que haya corrido encierros -y creo que los de Pamplona son los peores del mundo para correr- sabe que lo importante de ese entretenimiento es el ratito desde que estás en la calle hasta que suena el petardo y los escasos momentos en que puedes estar delante del toro, cuando puedes. Diversión popular sin más, como el Parque de Atracciones de una época en la que no había parques de atracciones. Bueno, pues a esos, a los que conocen como ‘corredores habituales’, les hacen también los de la TV sus inanes entrevistas para alimentar esa absurda mística como de montañeros que suben a las cumbres y que viene de perlas para seguir acumulando en el programa topicazos y lugares comunes, como si quisieran equiparar en importancia a estos osados amantes del riesgo con los toreros, que se enfrentan al toro en condiciones realmente difíciles y asumiendo todos los riesgos reales que se derivan de la lidia y del tú a tú.
Porque el hecho auténticamente relevante alrededor de los sanfermines es que en la retransmisión de los encierros no se apunta ni se subraya en ningún momento que la función real de esos toros es la de ser toreados y muertos a estoque en la Plaza, por toreros profesionales, en un espectáculo serio llamado corrida de toros. El hecho relevante es que unos toros de impresionante presencia, que ya los quisiéramos ver en Madrid o en Sevilla, son lidiados ante la algarabía de ese absurdo denominado ‘las alegres peñas’, ante la falta de atención general al desarrollo del espectáculo, con el ruedo y el tendido convertidos en estercoleros, ante un público que tiene más interés en el ajoarriero o en las magras que en lo que ocurre en el ruedo.
Porque en Pamplona lo accesorio, los dos o cuatro minutos del encierro, han sustituido a lo esencial, que es la corrida, en lo que no es sino otro triunfo de los antitaurinos, y creo que es precisamente eso lo que subraya la televisión con su propuesta.