Jorge Bustos
Si, como escribió Valéry, nada hay más profundo en el hombre que su piel, entonces uno tiene el alma tan quemada como el jefe de gabinete de De la Vega. Para uno, ir a la playa y quemarse resulta ineluctable, como lo es caer al suelo para la manzana de Newton o decir tonterías titularizables para Iñaki Anasagasti. Va la cuarta vez que me quemo esta temporada. Tengo que probar eso de echarse crema, a ver qué tal.
Escapadita a Denia aconsejado por dos personas. La primera es Gema Amor, jefa del PP de Benidorm y del turismo de la Costa Blanca, que me ha hecho llegar al hotel una guía de turismo costero como para no volver a la redacción hasta la cena de Navidad. A propósito del PP, no podemos evitar acordarnos de Génova 13 cada vez que nos sobrevuela una de estas innúmeras gaviotas; de haber encauzado mejor el potencial propagandístico de tales aves en las zonas de costa, los de Camps se habrían ahorrado las mañas arteras de Álvaro el Bigotes. La segunda persona que me sugirió Denia fue un taxista: “Tienes que probar sus gambas. No son normales”. Así que allí estuve, escribiendo a los pies del castillo de Denia después de haber atendido tan sabias recomendaciones por un prurito meramente profesional, no crean. Llamo a la camarera:
-Oiga, que yo he pedido gambas, no langostinos.
-Eso son gambas, señor.
Tenían ustedes que verlas. Eran coloradas como alemanes al sol, gruesas como longanizas y tan sabrosas que le daba pena a uno no comerse la cabeza. La gente pedía el aguacate con gambas que iba incluido en el menú del día, dejaba el aguacate y se comía las gambas. Aproveché para pedir también una de pulpo, rindiendo así mi particular tributo a Paul. Por cierto que aquí una camarera de veintipocos habla más idiomas que el presidente del Gobierno. Es un dato empírico. Turismo obliga al parecer más que el G-20, y Denia está petado de guiris -alemanes e ingleses mayormente- hambrientos de fritura. Tampoco es que los locales exhiban unas formas precisamente versallescas: los tirantes garajeros y las chanclas modelo Moisés cruzando el mar Muerto constituyen su seña y su blasón. Ahora bien, el pueblo puede presumir del encanto polícromo de las casitas de pescador adosadas en primera línea de mar, del soberbio castillo que se alza en la colina junto al Ayuntamiento y de la cuquería de un puerto sólo estropeado por la cantosa cercanía de una verbena que nos recuerda que estamos en la semana de las fiestas de la Virgen del Carmen, patrona del mar.
Fíjense si tienes lo guiris tomado el pueblo que tuvo que indicarme el modo de acceder al castillo una alemana, de las de Denia de toda la vida. Durante el ascenso, el calor pegajoso te golpea como la misma parrilla de San Lorenzo. Aquí nos gustaría ver a Contador, oigan. Al llegar arriba uno ha sudado ya todos los tintos de Sanfermines y alguno de la feria de abril. Pero desde la cima contemplo el Mare Nostrum con satisfacción. Casi alcanzo a ver el Cabo de Buena Esperanza y, un poco más acá, el Soccer City y todo.
(La Gaceta)
Si, como escribió Valéry, nada hay más profundo en el hombre que su piel, entonces uno tiene el alma tan quemada como el jefe de gabinete de De la Vega. Para uno, ir a la playa y quemarse resulta ineluctable, como lo es caer al suelo para la manzana de Newton o decir tonterías titularizables para Iñaki Anasagasti. Va la cuarta vez que me quemo esta temporada. Tengo que probar eso de echarse crema, a ver qué tal.
Escapadita a Denia aconsejado por dos personas. La primera es Gema Amor, jefa del PP de Benidorm y del turismo de la Costa Blanca, que me ha hecho llegar al hotel una guía de turismo costero como para no volver a la redacción hasta la cena de Navidad. A propósito del PP, no podemos evitar acordarnos de Génova 13 cada vez que nos sobrevuela una de estas innúmeras gaviotas; de haber encauzado mejor el potencial propagandístico de tales aves en las zonas de costa, los de Camps se habrían ahorrado las mañas arteras de Álvaro el Bigotes. La segunda persona que me sugirió Denia fue un taxista: “Tienes que probar sus gambas. No son normales”. Así que allí estuve, escribiendo a los pies del castillo de Denia después de haber atendido tan sabias recomendaciones por un prurito meramente profesional, no crean. Llamo a la camarera:
-Oiga, que yo he pedido gambas, no langostinos.
-Eso son gambas, señor.
Tenían ustedes que verlas. Eran coloradas como alemanes al sol, gruesas como longanizas y tan sabrosas que le daba pena a uno no comerse la cabeza. La gente pedía el aguacate con gambas que iba incluido en el menú del día, dejaba el aguacate y se comía las gambas. Aproveché para pedir también una de pulpo, rindiendo así mi particular tributo a Paul. Por cierto que aquí una camarera de veintipocos habla más idiomas que el presidente del Gobierno. Es un dato empírico. Turismo obliga al parecer más que el G-20, y Denia está petado de guiris -alemanes e ingleses mayormente- hambrientos de fritura. Tampoco es que los locales exhiban unas formas precisamente versallescas: los tirantes garajeros y las chanclas modelo Moisés cruzando el mar Muerto constituyen su seña y su blasón. Ahora bien, el pueblo puede presumir del encanto polícromo de las casitas de pescador adosadas en primera línea de mar, del soberbio castillo que se alza en la colina junto al Ayuntamiento y de la cuquería de un puerto sólo estropeado por la cantosa cercanía de una verbena que nos recuerda que estamos en la semana de las fiestas de la Virgen del Carmen, patrona del mar.
Fíjense si tienes lo guiris tomado el pueblo que tuvo que indicarme el modo de acceder al castillo una alemana, de las de Denia de toda la vida. Durante el ascenso, el calor pegajoso te golpea como la misma parrilla de San Lorenzo. Aquí nos gustaría ver a Contador, oigan. Al llegar arriba uno ha sudado ya todos los tintos de Sanfermines y alguno de la feria de abril. Pero desde la cima contemplo el Mare Nostrum con satisfacción. Casi alcanzo a ver el Cabo de Buena Esperanza y, un poco más acá, el Soccer City y todo.
(La Gaceta)