Luis Bonafoux, La Víbora de Asnières
LUIS BONAFOUX
Por Julio Camba
Llevaría yo como un par de meses en París cuando un día me tropecé en los grandes bulevares con Manolo Tovar. Me alegré mucho de verle, no sólo por lo mucho que le quería y admiraba —Tovar era un dibujante extraordinario—, sino porque yo estaba deseando encontrarme a alguien recién llegado para presumir con él de viejo parisién y revelarle los secretos de la gran ciudad. Tomé en seguida a Tovar bajo mi protección y le dije:
–No habrás visto nada todavía.
–Sí –me contestó–. He visto el Moulin Rouge, el Jardín de Plantas y la torre Eiffel.
–Y a Bonafoux, ¿lo has visto? –le pregunté.
–No.
–Pues no tienes más remedio que verlo. Para un español que viene a París, Bonafoux significa tanto como la torre Eiffel. Yo, antes de venir a París, me imaginaba una gran ciudad con una torre muy alta, unos teatros muy elegantes, Montmartre y el barrio Latino, muchas mujeres alegres y un hombre de muy mal genio. Este hombre era Bonafoux. ¿Qué harías tú cuando llegaras a Madrid y los amigos te preguntaran cómo es Bonafoux? Bonafoux es un monumento. Tiene historia, prestigio y antigüedad. Si quieres nos vamos a verle en seguida.
–¿Vive lejos?
–Muy cerca. En el bar Criterium, gare de Saint-Lazare.
–¿Vive en un bar?
–Desde hace treinta años, pero algunas noches se va a dormir a una casa que ha alquilado en Asnières para su familia. Bonafoux tiene familia.
–¡Es curioso! –exclamó Tovar.
Y nos fuimos a ver a Bonafoux.
Todos los españoles que llegaban a París por aquella época se veían obligados a decir que Bonafoux no era una fiera, un padre desnaturalizado ni un apache, y en su afán de destruir la leyenda que se había formado en torno del gran periodista, no faltaba quien escribiese cosas como ésta: “Es bueno como el pan y tierno como la mantequilla. Cuando ve a un pájaro enjaulado le da tanta pena, que no se puede contener y empieza a llorar...”
–¿Es cierto que Bonafoux se echa a llorar cuando ve a un pájaro en una jaula? –me preguntó Tovar camino del bar Criterium.
–La verdad, no lo sé; pero si quieres podemos preguntárselo.
–No nos lo confesaría –me respondió Tovar–. Lo mejor será que nos limitemos a observarlo sin preguntarle nada.
Lo observamos, pero Bonafoux se tomó aquella tarde su ginebra sin lágrima ninguna y con sólo unas gotitas de bitters. Tovar se sentía un tanto decepcionado.
–¿Le gustan a usted los pájaros? –le preguntó de pronto a Bonafoux, sin que esta pregunta viniese ni mucho menos a cuento.
–Me encantan –le respondió el ilustre cronista–, pero en ninguna parte los fríen tan bien como en Madrid...
Bonafoux sabía perfectamente la fama que le habían granjeado sus artículos, en los que solía meterse con todo bicho viviente, y hasta creo que la cultivaba un poco. Le divertía mucho el saber que ciertas gentes lo tomaban por un ogro, pero lo cierto es que no era un ogro, ni tampoco un dechado de candor o de ternura. Era un hombre como los otros, aunque más simpático y más inteligente que la mayoría de los otros. Tenía, desde luego, muy mal carácter y se expresaba en un lenguaje pintoresco en el que había algo de chulería madrileña, algo de argot parisién y mucho de acento suramericano.
Estuvimos como un par de horas con él, y al marcharnos yo le manifesté que Tovar se iba un poco decepcionado por no haberle visto llorar.
–¡Habérmelo dicho! –exclamó Bonafoux–. Pero la verdad es que ahora lloro ya muy poco en público. ¡Qué quiere usted! Las lágrimas me destiñen el bigote...
Llevaría yo como un par de meses en París cuando un día me tropecé en los grandes bulevares con Manolo Tovar. Me alegré mucho de verle, no sólo por lo mucho que le quería y admiraba —Tovar era un dibujante extraordinario—, sino porque yo estaba deseando encontrarme a alguien recién llegado para presumir con él de viejo parisién y revelarle los secretos de la gran ciudad. Tomé en seguida a Tovar bajo mi protección y le dije:
–No habrás visto nada todavía.
–Sí –me contestó–. He visto el Moulin Rouge, el Jardín de Plantas y la torre Eiffel.
–Y a Bonafoux, ¿lo has visto? –le pregunté.
–No.
–Pues no tienes más remedio que verlo. Para un español que viene a París, Bonafoux significa tanto como la torre Eiffel. Yo, antes de venir a París, me imaginaba una gran ciudad con una torre muy alta, unos teatros muy elegantes, Montmartre y el barrio Latino, muchas mujeres alegres y un hombre de muy mal genio. Este hombre era Bonafoux. ¿Qué harías tú cuando llegaras a Madrid y los amigos te preguntaran cómo es Bonafoux? Bonafoux es un monumento. Tiene historia, prestigio y antigüedad. Si quieres nos vamos a verle en seguida.
–¿Vive lejos?
–Muy cerca. En el bar Criterium, gare de Saint-Lazare.
–¿Vive en un bar?
–Desde hace treinta años, pero algunas noches se va a dormir a una casa que ha alquilado en Asnières para su familia. Bonafoux tiene familia.
–¡Es curioso! –exclamó Tovar.
Y nos fuimos a ver a Bonafoux.
Todos los españoles que llegaban a París por aquella época se veían obligados a decir que Bonafoux no era una fiera, un padre desnaturalizado ni un apache, y en su afán de destruir la leyenda que se había formado en torno del gran periodista, no faltaba quien escribiese cosas como ésta: “Es bueno como el pan y tierno como la mantequilla. Cuando ve a un pájaro enjaulado le da tanta pena, que no se puede contener y empieza a llorar...”
–¿Es cierto que Bonafoux se echa a llorar cuando ve a un pájaro en una jaula? –me preguntó Tovar camino del bar Criterium.
–La verdad, no lo sé; pero si quieres podemos preguntárselo.
–No nos lo confesaría –me respondió Tovar–. Lo mejor será que nos limitemos a observarlo sin preguntarle nada.
Lo observamos, pero Bonafoux se tomó aquella tarde su ginebra sin lágrima ninguna y con sólo unas gotitas de bitters. Tovar se sentía un tanto decepcionado.
–¿Le gustan a usted los pájaros? –le preguntó de pronto a Bonafoux, sin que esta pregunta viniese ni mucho menos a cuento.
–Me encantan –le respondió el ilustre cronista–, pero en ninguna parte los fríen tan bien como en Madrid...
Bonafoux sabía perfectamente la fama que le habían granjeado sus artículos, en los que solía meterse con todo bicho viviente, y hasta creo que la cultivaba un poco. Le divertía mucho el saber que ciertas gentes lo tomaban por un ogro, pero lo cierto es que no era un ogro, ni tampoco un dechado de candor o de ternura. Era un hombre como los otros, aunque más simpático y más inteligente que la mayoría de los otros. Tenía, desde luego, muy mal carácter y se expresaba en un lenguaje pintoresco en el que había algo de chulería madrileña, algo de argot parisién y mucho de acento suramericano.
Estuvimos como un par de horas con él, y al marcharnos yo le manifesté que Tovar se iba un poco decepcionado por no haberle visto llorar.
–¡Habérmelo dicho! –exclamó Bonafoux–. Pero la verdad es que ahora lloro ya muy poco en público. ¡Qué quiere usted! Las lágrimas me destiñen el bigote...
(Del libro Maneras de ser español, de Luca de Tena Ediciones)