Dylan Mulvaney
Carlos Moliner
Hasta finales del siglo XIX, los periódicos se financiaban a través de la suscripción de sus lectores, que pagaban un tanto fijo por recibir el periódico a diario. Eso permitía a los dueños de los medios calcular las tiradas de ejemplares y los ingresos y gastos necesarios para hacer viables sus redacciones.
Con el aumento de la población y de las áreas informativas a cubrir, justo antes de comenzar el siglo XX este modelo empezó a resultar insuficiente para financiar los gastos necesarios al ritmo de las nuevas necesidades informativas. En ese momento, la publicidad ocupó el lugar de los antiguos suscriptores como nueva fuente de financiación.
Joseph Pulitzer fue de los primeros en comprender que la fuerza de un periódico residía a partir de entonces en su capacidad de impacto, y no en el número de suscriptores de pago. Para que el periódico resultase atractivo a las empresas que podrían anunciarse a través de él, era necesario que llegase a la mayor cantidad de lectores posible.
El empresario húngaro se arriesgó a rebajar el precio de su periódico a la mitad y a aumentar la tirada, apostando a que la disminución de ingresos directos se vería compensada con mayores ingresos publicitarios debidos al crecimiento de la audiencia.
«Para que un periódico sea de verdadera utilidad al público debe tener una gran tirada, en primer lugar porque sus noticias y sus comentarios deben llegar al mayor número de gente posible y, en segundo, porque una gran tirada significa publicidad, y publicidad significa dinero, y dinero significa independencia».
Sobre esto último habría mucho que decir, pero lo cierto es que fue determinante para que Pulitzer se convirtiera en uno de los hombres más ricos e influyentes de Norteamérica.
Como hoy sabemos, la publicidad, que hasta entonces significaba un pequeño porcentaje de los ingresos de los periódicos, creció hasta desplazar por completo a los suscriptores como fuente de financiación.
El lector dejó así de ser el cliente para pasar a ser el objeto de una transacción comercial en la que lo fundamental era su opinión. Los medios buscaban tener ascendente sobre él, atraerlo e influir en su conducta, pero no necesariamente su aprobación o su estima, como hemos podido comprobar con el paso del tiempo.
Por eso el tono amable y respetuoso con el que se dirigían a él los medios fue tornándose década a década más provocativo o mordaz, moralizante o incluso directamente insultante, con secciones enteras dedicadas a explicarle lo que hace mal.
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Es decir, a una economía moral sin bienes en propiedad; una no-economía, al menos para el hombre de a pie.
Si tuviéramos que resumirlo en pocas palabras, diríamos que el cliente siempre tiene la razón, pero ahora el cliente ya no es usted.
Leer en La Gaceta de la Iberoasfera