Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Bertrand Russell repasó la historia de las visiones para señalar cómo están influidas por las creencias anteriores de los videntes que las tuvieron. San Antonio, por ejemplo, vio turbado constantemente su retiro en el desierto por visiones de señoras desnudas. «¿Vamos a inferir por ello que el Corán está en lo cierto al prometer abundancia de tales visiones en el Paraíso? ¡Que perezca el pensamiento!». Y el pensamiento, también en la economía y el entretenimiento, ha desaparecido. Tal es la cara amable del posmodernismo, esa mística específicamente norteamericana que los políticos europeos llaman centrismo.
Para Galbraith, la «mística» de la economía se basa en que, debido a que los actos de los expertos no son comprendidos por la gran mayoría de la gente, se les concede razonablemente una superior sabiduría. Otro tanto ocurre con la «mística» del entretenimiento. Y la actualidad nos ha sorprendido con la desnudez de Bill Gates en la Bolsa de Nueva York («In Goldman, Sachs We Trust», es la oración que Galbraith deja pendiente en este aire saturado de espiritualidad) y la desnudez de Kathleen Turner en el Gielgoud de Londres.
Aun tratándose de visiones, esta coincidencia en el tiempo es un rasgo característico de la posmodernidad, que conlleva la pérdida de todo sentido del pasado. Aquel tiempo en que todas las cosas iban, conforme a la causalidad, una detrás de la otra, ha sido sustituido por una especie de «nostalgia del presente», un tiempo que se añora a sí mismo desde una distancia imposible, y que supone la presencia simultánea de varias cadenas de causas. Un lío, en fin, tras del cual hoy se esconden —o se destapan— las figuras de Gates y de Turner, cuyo «Fuego en el cuerpo», por cierto, ha absorbido el pensamiento de todos los filósofos posmodernos.
Para el hombre posmoderno, libre de equipaje, lo importante es el «movimiento», no el resultado. Gates baja, Turner sube. A golpe de «pura viagra teatral» han anunciado algunos periódicos británicos el desnudo de Kathleen Turner en «El graduado», no tolerado, pues, para niños y militares sin graduación, porque la desnudez, como la verdad, sigue escandalizando a la gente bien, aunque en este caso no parece que haya más verdades desnudas que la edad y el peso de la estrella, que ya lo dijo Rubén: «De desnuda que está brilla la estrella.»
En Madrid, la última vez que alguien debió de brillar así fue, hará unos veinte años, Nuria Espert en «Divinas palabras», pero aquello era otra cosa, claro. De entrada, Nuria Espert no se presentaba precedida de ningún «Fuego en el cuerpo», la película con que Lawrence Kasdan inauguró la erótica del posmodernismo al modo como Hugo iniciara la batalla del romanticismo con «Hernani», sólo que en «Hernani» no hay ni un acto que dé motivo a nadie para echar la cristalera abajo con una silla, al menos con la determinación de William Hurt en «Fuego en el cuerpo», donde todo era material para el incendio.
De hecho, a Kathleen Turner nunca se le han ido del todo los humos, y por eso tiene dicho en los periódicos: «Sé que hay noches en que si un hombre no me mira es porque es gay.» ¿Gay? En Estados Unidos, don-e las mujeres dejan acariciar sus cuerpos como si fueran ajenos, el primero en poner esa palabra en circulación fue Cary Grant en «La fiera de mi niña», cuando, envuelto en un vestido de mujer, exclamó haberse «vuelto gay». Y todos conveníamos en que «volverse gay» significaba volver la cara —o no volverla, según se mire— al paso de una señora como Kathleen Turner, pero la neurociencia acaba de revelarnos que con ver la longitud de los dedos de la mano ya se sabe de qué pie cojea sexualmente cada uno.
Hasta ahora no sabíamos sino que, si uno bebe mucho, ve serpientes, o ángeles, si lo que uno hace es comer poco, pero este descubrimiento neurocientífico nos deja desnudos ante una vida sin otra visión mística que la de sus compulsiones nostálgicas. Y la próxima visión, la del genoma humano. En Internet.
Aun tratándose de visiones, esta coincidencia en el tiempo es un rasgo característico de la posmodernidad, que conlleva la pérdida de todo sentido del pasado. Aquel tiempo en que todas las cosas iban, conforme a la causalidad, una detrás de la otra, ha sido sustituido por una especie de «nostalgia del presente», un tiempo que se añora a sí mismo desde una distancia imposible, y que supone la presencia simultánea de varias cadenas de causas. Un lío, en fin, tras del cual hoy se esconden —o se destapan— las figuras de Gates y de Turner, cuyo «Fuego en el cuerpo», por cierto, ha absorbido el pensamiento de todos los filósofos posmodernos.
Para el hombre posmoderno, libre de equipaje, lo importante es el «movimiento», no el resultado. Gates baja, Turner sube. A golpe de «pura viagra teatral» han anunciado algunos periódicos británicos el desnudo de Kathleen Turner en «El graduado», no tolerado, pues, para niños y militares sin graduación, porque la desnudez, como la verdad, sigue escandalizando a la gente bien, aunque en este caso no parece que haya más verdades desnudas que la edad y el peso de la estrella, que ya lo dijo Rubén: «De desnuda que está brilla la estrella.»
En Madrid, la última vez que alguien debió de brillar así fue, hará unos veinte años, Nuria Espert en «Divinas palabras», pero aquello era otra cosa, claro. De entrada, Nuria Espert no se presentaba precedida de ningún «Fuego en el cuerpo», la película con que Lawrence Kasdan inauguró la erótica del posmodernismo al modo como Hugo iniciara la batalla del romanticismo con «Hernani», sólo que en «Hernani» no hay ni un acto que dé motivo a nadie para echar la cristalera abajo con una silla, al menos con la determinación de William Hurt en «Fuego en el cuerpo», donde todo era material para el incendio.
De hecho, a Kathleen Turner nunca se le han ido del todo los humos, y por eso tiene dicho en los periódicos: «Sé que hay noches en que si un hombre no me mira es porque es gay.» ¿Gay? En Estados Unidos, don-e las mujeres dejan acariciar sus cuerpos como si fueran ajenos, el primero en poner esa palabra en circulación fue Cary Grant en «La fiera de mi niña», cuando, envuelto en un vestido de mujer, exclamó haberse «vuelto gay». Y todos conveníamos en que «volverse gay» significaba volver la cara —o no volverla, según se mire— al paso de una señora como Kathleen Turner, pero la neurociencia acaba de revelarnos que con ver la longitud de los dedos de la mano ya se sabe de qué pie cojea sexualmente cada uno.
Hasta ahora no sabíamos sino que, si uno bebe mucho, ve serpientes, o ángeles, si lo que uno hace es comer poco, pero este descubrimiento neurocientífico nos deja desnudos ante una vida sin otra visión mística que la de sus compulsiones nostálgicas. Y la próxima visión, la del genoma humano. En Internet.
Kathleen Turner
San Antonio vio turbado
constantemente su retiro en
el desierto
por visiones de señoras desnudas.
«¿Vamos a inferir por
ello que el Corán está
en lo cierto al prometer abundancia
de tales
visiones en el Paraíso?
¡Que perezca el pensamiento!»