ABC, 16 de Febrero de 2000
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Lo de los artistas no es nada nuevo. A mediados de los cuarenta llegó a España en misión de prensa un periodista mexicano de nombre Armando Chávez Camacho. Un día consiguió entrevistarse en la Villa Furu de Ategorrieta, sobre la carretera de Irún, con Ortega, cuando Ortega no quería hablar con nadie, de nada, pero menos aún de política («No quiero hablar, porque si digo, simplemente, que es muy hermoso el campo de Guipúzcoa, puede interpretarse como la afirmación de que considero muy hermoso el Nacional-Sindicalismo»), aunque fumando, fumando siempre, dijo: «Chávez es apellido de Extremadura.Y no me extrañaría que Camacho fuera vasco, como casi todos los apellidos españoles.» Y otro día consiguió entrevistarse en El Pardo con Franco. Así relató la entrevista el periodista: «Viendo a Franco lleno de vida, colorado, juvenil, le preguntamos: "¿Por qué permite, general, que se exhiba en las oficinas públicas una pintura de usted en que aparece como un anciano? La vimos en el despacho del señor Girón, ministro del Trabajo." Riéndose, nos contesta: "¡Qué quiere usted! Son los artistas."»
Sí, señor. Los artistas. «Intelectuales y artistas apoyan la unión de la izquierda», reza uno de los anuncios periodísticos más repetidos en forma de titular. Con los intelectuales —léase scritores, o así— de hoy ocurre una cosa, y es que se podrían cambiar las firmas sin que el público lo notara, lo que prueba el sentido social de la literatura contemporánea, pero también que falta personalidad, y no sólo entre los españoles. Lo contaba de los alemanes Thomas Bernhard, un «fox terrier» de pelo duro que conocía bien el fe-nómeno: «Casi no hay más que escritores oportunistas. Se pegan a la derecha o a la izquierda, militan aquí o allá, y de eso viven... Son gente que siempre pacta con el Estado y con los poderosos y que se sienta a su izquierda o a su derecha... Nunca han tenido personalidad... Cuando se muere a los dieciocho, bueno, no resulta tan difícil tener personalidad. Las cosas sólo se ponen difíciles luego... A los cuarenta, completamente paralizados ya, entran en los partidos políticos. Y el café que toman por la mañana lo paga el Estado. Y la cama en que duermen. Y las vacaciones de que disfrutan...» Etcétera.
Nadie duda de las virtudes estéticas de la prosa y de la poesía, pero, ¿qué razón hay para sostener que esas virtudes dotan de autoridad política a quienes las cultivan? En el tránsito del milenio, con las viejas «verdades eternas» cayendo como bolos ante el empuje de los hallazgos científicos, ¿por qué la explicación del mundo que hace un novelista ha de ser intelectualmente superior o más cierta que la que pueda ofrecernos un vendedor de reclamos de perdiz o un administrador de loterías? Sin embargo, nunca hemos leído el siguiente titular: «Ojeadores y loteros apoyan la unidad de la izquierda.» O de la derecha, que, des-pués de todo, para lo que se discute, vendría a ser lo mismo.
Ya sabemos que existe la teoría del «compromiso», alrededor de la cual, por cierto, «todo son hadas que te espolvorean en la cara ecua-ciones somníferas». Los más cursis dicen «desconstrucción», un tapabocas que sirve para minar la moral de quienes se resisten a ver en el lenguaje la trampa saducea que el poder tiende a los pobres. Y los más recalcitrantes continúan diciendo «concienciación», una cosa que lo mismo es aplicable a Unabomber, el matemático de Berkeley que enviaba paquetes bomba mientras redactaba el manifiesto «La sociedad industrial y el futuro», que a Pemán, Lévi-Strauss o Savater. Bien mirado, ¿qué significado tiene lo de la «concienciación» en un mundo en que la conciencia no es otra cosa que el temor a ser descubierto?
Total, que hemos descendido a hablar de estas cosas con la esperanza de que, ya abajo, podríamos saber qué eran esas cosas que desde arriba eran otras cosas. Otra cosa que decía Ortega: «El español es de piso bajo. ¿Ha visto usted esos santos que son pura peana?» ¡Qué quiere usted! Los artistas.
Lo de los artistas no es nada nuevo. A mediados de los cuarenta llegó a España en misión de prensa un periodista mexicano de nombre Armando Chávez Camacho. Un día consiguió entrevistarse en la Villa Furu de Ategorrieta, sobre la carretera de Irún, con Ortega, cuando Ortega no quería hablar con nadie, de nada, pero menos aún de política («No quiero hablar, porque si digo, simplemente, que es muy hermoso el campo de Guipúzcoa, puede interpretarse como la afirmación de que considero muy hermoso el Nacional-Sindicalismo»), aunque fumando, fumando siempre, dijo: «Chávez es apellido de Extremadura.Y no me extrañaría que Camacho fuera vasco, como casi todos los apellidos españoles.» Y otro día consiguió entrevistarse en El Pardo con Franco. Así relató la entrevista el periodista: «Viendo a Franco lleno de vida, colorado, juvenil, le preguntamos: "¿Por qué permite, general, que se exhiba en las oficinas públicas una pintura de usted en que aparece como un anciano? La vimos en el despacho del señor Girón, ministro del Trabajo." Riéndose, nos contesta: "¡Qué quiere usted! Son los artistas."»
Sí, señor. Los artistas. «Intelectuales y artistas apoyan la unión de la izquierda», reza uno de los anuncios periodísticos más repetidos en forma de titular. Con los intelectuales —léase scritores, o así— de hoy ocurre una cosa, y es que se podrían cambiar las firmas sin que el público lo notara, lo que prueba el sentido social de la literatura contemporánea, pero también que falta personalidad, y no sólo entre los españoles. Lo contaba de los alemanes Thomas Bernhard, un «fox terrier» de pelo duro que conocía bien el fe-nómeno: «Casi no hay más que escritores oportunistas. Se pegan a la derecha o a la izquierda, militan aquí o allá, y de eso viven... Son gente que siempre pacta con el Estado y con los poderosos y que se sienta a su izquierda o a su derecha... Nunca han tenido personalidad... Cuando se muere a los dieciocho, bueno, no resulta tan difícil tener personalidad. Las cosas sólo se ponen difíciles luego... A los cuarenta, completamente paralizados ya, entran en los partidos políticos. Y el café que toman por la mañana lo paga el Estado. Y la cama en que duermen. Y las vacaciones de que disfrutan...» Etcétera.
Nadie duda de las virtudes estéticas de la prosa y de la poesía, pero, ¿qué razón hay para sostener que esas virtudes dotan de autoridad política a quienes las cultivan? En el tránsito del milenio, con las viejas «verdades eternas» cayendo como bolos ante el empuje de los hallazgos científicos, ¿por qué la explicación del mundo que hace un novelista ha de ser intelectualmente superior o más cierta que la que pueda ofrecernos un vendedor de reclamos de perdiz o un administrador de loterías? Sin embargo, nunca hemos leído el siguiente titular: «Ojeadores y loteros apoyan la unidad de la izquierda.» O de la derecha, que, des-pués de todo, para lo que se discute, vendría a ser lo mismo.
Ya sabemos que existe la teoría del «compromiso», alrededor de la cual, por cierto, «todo son hadas que te espolvorean en la cara ecua-ciones somníferas». Los más cursis dicen «desconstrucción», un tapabocas que sirve para minar la moral de quienes se resisten a ver en el lenguaje la trampa saducea que el poder tiende a los pobres. Y los más recalcitrantes continúan diciendo «concienciación», una cosa que lo mismo es aplicable a Unabomber, el matemático de Berkeley que enviaba paquetes bomba mientras redactaba el manifiesto «La sociedad industrial y el futuro», que a Pemán, Lévi-Strauss o Savater. Bien mirado, ¿qué significado tiene lo de la «concienciación» en un mundo en que la conciencia no es otra cosa que el temor a ser descubierto?
Total, que hemos descendido a hablar de estas cosas con la esperanza de que, ya abajo, podríamos saber qué eran esas cosas que desde arriba eran otras cosas. Otra cosa que decía Ortega: «El español es de piso bajo. ¿Ha visto usted esos santos que son pura peana?» ¡Qué quiere usted! Los artistas.
Thomas Bernhard
«El español es de piso bajo.
¿Ha visto usted esos santos que son
pura peana?»