ABC, 2 de Febrero de 2000
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Por una asociación de ideas la mar de benhamista, el director general de Bellas Artes, Benigno Pendás, ha sugerido ingeniosamente el nombre de Jeremy Bentham como precursor del llamado centro político, o «centro reformista», lo cual, en medio de la galbana ideológica que nos rodea, parecen ganas de introducir la serpiente en el paraíso. Bentham no es una serpiente, pero, desde luego, es un pez gordo. Otra cosa es concebir un centro político, salvo que sustituyamos las ideas por intereses, lo cual que ya no estaríamos hablando de una ideología, sino de una industria. En tal caso, el centro se nos hace más imaginable como un banco de sardinas, cuyo fabuloso amontonamiento en un lugar está hecho de su ausencia en todos los demás y cuya pesca, fabril y manufacturera, es puramente utilitaria. ¿Qué ventila un pez tan gordo como Bentham en ese inmenso caladero de sardinas que viven de espaldas a la política? ¿Qué ideólogo conservero conseguiría meterlo en una lata?
Cuando el universo era cuadrado, el centro como lugar del gobierno fue localizado sucesivamente en varios puntos: el monte Sinaí, el Olimpo, las colinas de Roma o Tenochtitlán. Más tarde apareció aquel centro copernicano que permitía a Giordano Bruno afirmar con certidumbre que el universo es todo centro, o que el centro del universo está en todas partes y la circunferencia en ninguna. Y vino Einstein, cuya excéntrica teoría fue saludada como la maravillosa justificación de la multiplicidad armónica de todos los puntos de vista. Para Santayana, un «escolástico» que siempre calzaba botas charoladas con botones, el «efecto de la multiplicidad en la uniformidad» constituía la consagración estética de ese esquema utilitario del poder que es la democracia. «Es privilegio de nuestra facultad estética deleitarse con los opuestos.» Pero las clases medias, demasiado pobres para votar por los ricos y demasiado ricas para votar por los pobres, centraron todas sus aspiraciones políticas en el centrismo y acabaron con los opuestos, emprendiendo así la travesía del desierto ideológico, que todavía dura.
En el desierto uno siempre está en el centro, circunstancia que favorece el cultivo de este centrismo social que antes recibía el nombre de convencionalismo. Somos cada vez más convencionales, y, por tanto, más propensos a indignarnos con el primero que rompa cualquier convencionalismo, ya que en ello sólo logramos ver una crítica de nosotros mismos. En este ambiente, un librepensador —o lo que hoy llamaríamos un chinche— como Bentham acabaría igual que aquel personaje de H. G. Wells que, dotado de vista normal, se empeñó en persuadir a una población ciega de que poseía un sentido del que ellos carecían: ante el fracaso, resolvió sacarse los ojos para curarse la desilusión.
En la sociedad actual, Bentham podría pasar, si acaso, por precursor del lenguaje de la corrección política, que es la aportación de la izquierda cultural americana al centro político europeo. A sabiendas de que toda palabra que expresa censura tiene un sinónimo que expresa elogio, Bentham elaboró una tabla indicativa de cada deseo humano con tres columnas paralelas: en la de la izquierda, el modo de elogiar; en la de la derecha, el modo de censurar; y en la del centro, el modo de parecer neutral. Las series de los extremos están concebidas para crear prejuicios, y si de la mano de Russell nos adentráramos en el mundo del sexo con la tabla de Bentham bajo el brazo nos encontraríamos con que lo que hacemos nosotros es «galantería», y tendríamos que situarnos en la derecha; pero lo que hacen los demás es «fornicación», y tendrían que situarse en la izquierda.
Para echárselas de centrista, o sea, de persona desapasionada, habría que situarse en el centro con la socorrida frase neutral «relación extra-conyugal», que arruina el matrimonio y cualquier estilo literario. Detrás de este lenguaje, sin embargo, no hay más que añoranza de aquel viejo punto de vista, ejemplar y normativo, consistente en una visión de las cosas «sub specie aeternitatis», que, bien mirado, era la manera más cómoda dé ver las cosas.
Cuando el universo era cuadrado, el centro como lugar del gobierno fue localizado sucesivamente en varios puntos: el monte Sinaí, el Olimpo, las colinas de Roma o Tenochtitlán. Más tarde apareció aquel centro copernicano que permitía a Giordano Bruno afirmar con certidumbre que el universo es todo centro, o que el centro del universo está en todas partes y la circunferencia en ninguna. Y vino Einstein, cuya excéntrica teoría fue saludada como la maravillosa justificación de la multiplicidad armónica de todos los puntos de vista. Para Santayana, un «escolástico» que siempre calzaba botas charoladas con botones, el «efecto de la multiplicidad en la uniformidad» constituía la consagración estética de ese esquema utilitario del poder que es la democracia. «Es privilegio de nuestra facultad estética deleitarse con los opuestos.» Pero las clases medias, demasiado pobres para votar por los ricos y demasiado ricas para votar por los pobres, centraron todas sus aspiraciones políticas en el centrismo y acabaron con los opuestos, emprendiendo así la travesía del desierto ideológico, que todavía dura.
En el desierto uno siempre está en el centro, circunstancia que favorece el cultivo de este centrismo social que antes recibía el nombre de convencionalismo. Somos cada vez más convencionales, y, por tanto, más propensos a indignarnos con el primero que rompa cualquier convencionalismo, ya que en ello sólo logramos ver una crítica de nosotros mismos. En este ambiente, un librepensador —o lo que hoy llamaríamos un chinche— como Bentham acabaría igual que aquel personaje de H. G. Wells que, dotado de vista normal, se empeñó en persuadir a una población ciega de que poseía un sentido del que ellos carecían: ante el fracaso, resolvió sacarse los ojos para curarse la desilusión.
En la sociedad actual, Bentham podría pasar, si acaso, por precursor del lenguaje de la corrección política, que es la aportación de la izquierda cultural americana al centro político europeo. A sabiendas de que toda palabra que expresa censura tiene un sinónimo que expresa elogio, Bentham elaboró una tabla indicativa de cada deseo humano con tres columnas paralelas: en la de la izquierda, el modo de elogiar; en la de la derecha, el modo de censurar; y en la del centro, el modo de parecer neutral. Las series de los extremos están concebidas para crear prejuicios, y si de la mano de Russell nos adentráramos en el mundo del sexo con la tabla de Bentham bajo el brazo nos encontraríamos con que lo que hacemos nosotros es «galantería», y tendríamos que situarnos en la derecha; pero lo que hacen los demás es «fornicación», y tendrían que situarse en la izquierda.
Para echárselas de centrista, o sea, de persona desapasionada, habría que situarse en el centro con la socorrida frase neutral «relación extra-conyugal», que arruina el matrimonio y cualquier estilo literario. Detrás de este lenguaje, sin embargo, no hay más que añoranza de aquel viejo punto de vista, ejemplar y normativo, consistente en una visión de las cosas «sub specie aeternitatis», que, bien mirado, era la manera más cómoda dé ver las cosas.
La momia de Jeremy Bentham
Somos cada vez más convencionales,
y, por tanto, más propensos a indignarnos
con el primero que rompa cualquier convencionalismo,
ya que en ello sólo logramos ver
una crítica de nosotros mismos