domingo, 25 de agosto de 2019

Psicología del crac

ABC, 12 de Abril de 2000

Ignacio Ruiz Quintano
Abc

Vivir mejor o vivir peor. Ésa es, al parecer, la cuestión del índice Nasdaq, sólo que el índice Nasdaq no depende de la economía, como creen los legos, sino de la psicología, como saben los expertos. Un pobre que acostumbre ver el telediario siempre estará persuadido de vivir mejor que, por ejemplo, un  rico que lea el Eclesiastés. «Los ríos corren hacia el mar y el mar no se llena. / No hay nada nuevo bajo el  sol. / No existe el recuerdo de las cosas pasadas.» Con estos argumentos intelectuales, nadie se lanzaría hoy al mercado, que, como todo el mundo sabe, está en los valores Internet.

 Internet, que nos aparta del rico pesimismo del Eclesiastés al mismo ritmo que nos aproxima al pobre optimismo de los telediarios, pasa por  ser el símbolo de la nueva economía, aunque lo que representa, en el fondo, es el triunfo de la vieja psicología, que afianza nuestra confianza y la  convicción de que la gente en general puede llegar a ser rica. Para Galbraith, que literariamente  combina la brillantez con la perversidad en iguales proporciones, el peligro consiste en que, hoy por  hoy, hay mucho más dinero que afluye a  los mercados que inteligencia para canalizarlo. Lo dice en el nuevo prólogo de su viejo libro «El crac del 29», cuando el mercado estaba en los valores Radio, y el peligro, en la convicción general de que Dios se había propuesto enriquecer a la clase media  americana. (En el  29, aquí, se oían campanas, pero no se sabía dónde: «Aquí en este país / ya no  sube  nada: / ni sube la cultura, / ni sube el capital; / sólo la sicalipsis / se sube más y más», reza el cuplé «Ruido de campanas».)

  La psicología del crac del 29 suele resumirse en la imagen de un enorme terremoto financiero  seguido de una espectacular ola de suicidios. «En realidad  —sostiene  estadísticamente Galbraith—  no hubo ninguno.» Prendió el rumor de que los empleados de los hoteles preguntaban a sus huéspedes si querían habitación para dormir o para tirarse por la ventana,  y, naturalmente, el mito  hizo fortuna, porque la opinión necesitaba de esas víctimas expiatorias del mercado. «A pesar de  una halagadora suposición en contra, el pueblo se acomoda de buen grado a aceptar el poder», pero «se  vuelve duro y desconsiderado con quienes, habiendo tenido poder, lo perdieron o fueron destruidos.»

  La secuencia de aquel tiempo divino comienza en diciembre de 1928 con el discurso del presidente  Coolidge sobre el estado de la Unión, que, para él, nunca «tuvo ante sí una perspectiva tan favorable  como la que se nos,ofrece en los actuales momentos...» Todo cotizaba al alza, incluida una compañía «para la  importación de un Lote de Asnos Machos de España». No había  sitio en América para los  catastrofistas. Los pesimistas fueron apaleados como saboteadores de la «American way of life». Sin embargo, a los pocos meses, en el otoño de 1929, el presidente Hoover se veía en el trance de dirigir  lo que Galbraith describe como uno de los más antiguos, importantes y, desgraciadamente, menos comprendidos ritos de la vida americana: «Me refiero al rito de las reuniones, el cual se celebra, no para realizar alguna  actividad, sino para no realizar ninguna en absoluto. El hecho de que no se haga nada en una reunión dedicada a no hacer nada no es normalmente causa grave de embarazo por  parte de los reunidos. Las reuniones  improductivas de la Casa Blanca daban una sensación de que estaba  haciéndose algo verdaderamente impresionante.» Y este tipo de reuniones fue el instrumento   perfecto para hacer frente al crac del 29. «Es bien sabido que los hombres se han estafado unos a  otros en muchas ocasiones. El otoño de 1929 contempló por vez  primera el inusitado espectáculo de  unos hombres estafándose a sí mismos.»

Mas las comunidades financieras se caracterizan por una fe inquebrantable en el poder de los encantamientos, y, en vísperas  del crac del  29, el encantamiento preventivo exigía que todas las  personas importantes repitiesen con toda la convicción de que fuesen capaces que no ocurriría otra  catástrofe.

 John Kenneth Galbraith

Las comunidades financieras
 se caracterizan por una fe inquebrantable
 en el poder de los encantamientos