Abc
Vivir mejor o vivir peor. Ésa es, al parecer, la cuestión del índice Nasdaq, sólo que el índice Nasdaq no depende de la economía, como creen los legos, sino de la psicología, como saben los expertos. Un pobre que acostumbre ver el telediario siempre estará persuadido de vivir mejor que, por ejemplo, un rico que lea el Eclesiastés. «Los ríos corren hacia el mar y el mar no se llena. / No hay nada nuevo bajo el sol. / No existe el recuerdo de las cosas pasadas.» Con estos argumentos intelectuales, nadie se lanzaría hoy al mercado, que, como todo el mundo sabe, está en los valores Internet.
Internet, que nos aparta del rico pesimismo del Eclesiastés al mismo ritmo que nos aproxima al pobre optimismo de los telediarios, pasa por ser el símbolo de la nueva economía, aunque lo que representa, en el fondo, es el triunfo de la vieja psicología, que afianza nuestra confianza y la convicción de que la gente en general puede llegar a ser rica. Para Galbraith, que literariamente combina la brillantez con la perversidad en iguales proporciones, el peligro consiste en que, hoy por hoy, hay mucho más dinero que afluye a los mercados que inteligencia para canalizarlo. Lo dice en el nuevo prólogo de su viejo libro «El crac del 29», cuando el mercado estaba en los valores Radio, y el peligro, en la convicción general de que Dios se había propuesto enriquecer a la clase media americana. (En el 29, aquí, se oían campanas, pero no se sabía dónde: «Aquí en este país / ya no sube nada: / ni sube la cultura, / ni sube el capital; / sólo la sicalipsis / se sube más y más», reza el cuplé «Ruido de campanas».)
La psicología del crac del 29 suele resumirse en la imagen de un enorme terremoto financiero seguido de una espectacular ola de suicidios. «En realidad —sostiene estadísticamente Galbraith— no hubo ninguno.» Prendió el rumor de que los empleados de los hoteles preguntaban a sus huéspedes si querían habitación para dormir o para tirarse por la ventana, y, naturalmente, el mito hizo fortuna, porque la opinión necesitaba de esas víctimas expiatorias del mercado. «A pesar de una halagadora suposición en contra, el pueblo se acomoda de buen grado a aceptar el poder», pero «se vuelve duro y desconsiderado con quienes, habiendo tenido poder, lo perdieron o fueron destruidos.»
La secuencia de aquel tiempo divino comienza en diciembre de 1928 con el discurso del presidente Coolidge sobre el estado de la Unión, que, para él, nunca «tuvo ante sí una perspectiva tan favorable como la que se nos,ofrece en los actuales momentos...» Todo cotizaba al alza, incluida una compañía «para la importación de un Lote de Asnos Machos de España». No había sitio en América para los catastrofistas. Los pesimistas fueron apaleados como saboteadores de la «American way of life». Sin embargo, a los pocos meses, en el otoño de 1929, el presidente Hoover se veía en el trance de dirigir lo que Galbraith describe como uno de los más antiguos, importantes y, desgraciadamente, menos comprendidos ritos de la vida americana: «Me refiero al rito de las reuniones, el cual se celebra, no para realizar alguna actividad, sino para no realizar ninguna en absoluto. El hecho de que no se haga nada en una reunión dedicada a no hacer nada no es normalmente causa grave de embarazo por parte de los reunidos. Las reuniones improductivas de la Casa Blanca daban una sensación de que estaba haciéndose algo verdaderamente impresionante.» Y este tipo de reuniones fue el instrumento perfecto para hacer frente al crac del 29. «Es bien sabido que los hombres se han estafado unos a otros en muchas ocasiones. El otoño de 1929 contempló por vez primera el inusitado espectáculo de unos hombres estafándose a sí mismos.»
Mas las comunidades financieras se caracterizan por una fe inquebrantable en el poder de los encantamientos, y, en vísperas del crac del 29, el encantamiento preventivo exigía que todas las personas importantes repitiesen con toda la convicción de que fuesen capaces que no ocurriría otra catástrofe.
Internet, que nos aparta del rico pesimismo del Eclesiastés al mismo ritmo que nos aproxima al pobre optimismo de los telediarios, pasa por ser el símbolo de la nueva economía, aunque lo que representa, en el fondo, es el triunfo de la vieja psicología, que afianza nuestra confianza y la convicción de que la gente en general puede llegar a ser rica. Para Galbraith, que literariamente combina la brillantez con la perversidad en iguales proporciones, el peligro consiste en que, hoy por hoy, hay mucho más dinero que afluye a los mercados que inteligencia para canalizarlo. Lo dice en el nuevo prólogo de su viejo libro «El crac del 29», cuando el mercado estaba en los valores Radio, y el peligro, en la convicción general de que Dios se había propuesto enriquecer a la clase media americana. (En el 29, aquí, se oían campanas, pero no se sabía dónde: «Aquí en este país / ya no sube nada: / ni sube la cultura, / ni sube el capital; / sólo la sicalipsis / se sube más y más», reza el cuplé «Ruido de campanas».)
La psicología del crac del 29 suele resumirse en la imagen de un enorme terremoto financiero seguido de una espectacular ola de suicidios. «En realidad —sostiene estadísticamente Galbraith— no hubo ninguno.» Prendió el rumor de que los empleados de los hoteles preguntaban a sus huéspedes si querían habitación para dormir o para tirarse por la ventana, y, naturalmente, el mito hizo fortuna, porque la opinión necesitaba de esas víctimas expiatorias del mercado. «A pesar de una halagadora suposición en contra, el pueblo se acomoda de buen grado a aceptar el poder», pero «se vuelve duro y desconsiderado con quienes, habiendo tenido poder, lo perdieron o fueron destruidos.»
La secuencia de aquel tiempo divino comienza en diciembre de 1928 con el discurso del presidente Coolidge sobre el estado de la Unión, que, para él, nunca «tuvo ante sí una perspectiva tan favorable como la que se nos,ofrece en los actuales momentos...» Todo cotizaba al alza, incluida una compañía «para la importación de un Lote de Asnos Machos de España». No había sitio en América para los catastrofistas. Los pesimistas fueron apaleados como saboteadores de la «American way of life». Sin embargo, a los pocos meses, en el otoño de 1929, el presidente Hoover se veía en el trance de dirigir lo que Galbraith describe como uno de los más antiguos, importantes y, desgraciadamente, menos comprendidos ritos de la vida americana: «Me refiero al rito de las reuniones, el cual se celebra, no para realizar alguna actividad, sino para no realizar ninguna en absoluto. El hecho de que no se haga nada en una reunión dedicada a no hacer nada no es normalmente causa grave de embarazo por parte de los reunidos. Las reuniones improductivas de la Casa Blanca daban una sensación de que estaba haciéndose algo verdaderamente impresionante.» Y este tipo de reuniones fue el instrumento perfecto para hacer frente al crac del 29. «Es bien sabido que los hombres se han estafado unos a otros en muchas ocasiones. El otoño de 1929 contempló por vez primera el inusitado espectáculo de unos hombres estafándose a sí mismos.»
Mas las comunidades financieras se caracterizan por una fe inquebrantable en el poder de los encantamientos, y, en vísperas del crac del 29, el encantamiento preventivo exigía que todas las personas importantes repitiesen con toda la convicción de que fuesen capaces que no ocurriría otra catástrofe.
John Kenneth Galbraith
Las comunidades financieras
se caracterizan por una fe inquebrantable
en el poder de los encantamientos