Abc
El nacionalismo enriquece el costumbrismo, pero envilece la convivencia. La gente puede suponer que el nacionalismo es un ismo que ha debido de existir siempre, pero, en realidad, ni se originó como ismo, es decir, como idea, ni existió antes del Renacimiento. Según el esquema clásico, una nacionalidad es un grupo deseoso de hacerse con el control de la conducta de sus miembros; si la nacionalidad obtiene el poder de respaldar sus aspiraciones, se hace nación; y si la nación consigue la sobranía, es un Estado. El Estado nacional no destrozó la unidad de civilización romana con las ideas, sino con la pólvora, aunque Arzalluz dice ahora que una nación se hace con la raza y el lenguaje.
Al margen de lo del lenguaje, que como base de la nacionalidad fue un descubrimiento nada menos que jacobino, al hablar de nacionalismo hablamos de creencias, no de.ideas.Y como buen «modisto de la fílosofia», como lo llamó Vasconcelos, Ortega distinguía dos dominios: el de las ideas y el de las creencias. Las creencias están en la raíz del alma, y cambian mucho menos que las ideas. De hecho, no cambian, y por eso ha podido decirse que lo que define a una comunidad es su creencia en algo falso. Bien mirado, cualquiera puede creer en algo verdadero, pero hay que ser nacionalista para creer en un mito nacional. Descifrar el mito nacional tampoco aclara nada, ya que, como demostró Lévi-Strauss, todo desciframiento de un mito es otro mito.
El mito nacional vive de la creencia en la excelencia superior de un grupo cuyo miembros han de someter su inteligencia a las «boutades» que pronunciaron en el pasado unos hombres mayormente ignorantes, llámense Sabino Arana o Pompeyo Gener. La nación viene a convertirse así en un club exclusivo basado en el sentimiento, ya que la razón no puede determinar la calidad de miembro de club exclusivo. Allá ellos, si no fuera porque las falsas creencias, para asentarse, precisan del fanatismo, y el fanatismo suele ser incompatible con la democracia.
La palabra «democracia» tiene hoy tantas definiciones como sentimientos favorables asociados a ella, pero, a la hora de la verdad, significa lo que decidimos que signifique. En una palabra, la democracia es una declaración de principios. «Estos son mis principios —dijo Groucho en un rapto de posmodernidad—. Si no le gustan, tengo otros.» Un demócrata es, pues, un hombre que cambia de opinión, de lo que se deduce que puede haber tantos demócratas como hombres. Pero un nacionalista es un hombre que cree, y sólo hay dos modelos de creyente: el religioso y el nacionalista. No en vano Bernard Shaw hizo que los católicos quemaran a su santa Juana por protestante, y los ingleses, por nacionalista.
Convencionalmente, los creyentes nacionalistas suelen dividirse en moderados y radicales. Los radicales son quienes, por su afición a perseguir a los desarraigados, menean el nogal, en tanto que los moderados se limitan a recoger las nueces de la nacionalidad. Se dirá que, en el fondo, es más el ruido que las nueces, pero el ruido siempre da miedo.
Miedo, por ejemplo, a que algunos radicales, viéndose en minoría, abatan a tiros a un número suficiente de desarraigados para convertirse en mayoría.Y la única manera de superar el terror es practicar el valor. A este propósito, la tradición árabe proporciona un cuento verdaderamente edificante. El de un rey que, al saber que la Peste se avecinaba a su pueblo, montó su caballo y fue a la gran puerta de la muralla para impedir que entrara a hacer estragos. Ella le dijo que Dios la había enviado para llevarse cuatro mil almas. El rey condescendió con una condición: «Está bien. Pero sólo cuatro mil. De haber más muertos, te mato.» Desde una torre el rey iba contando los cadáveres, que rebasaban por miles la cifra convenida.Y esperó a la Peste en la puerta de la ciudad, donde, furioso, le reprochó haber matado a cuarenta mil personas. A punto de ser decapitada, la Peste aclaró: «Yo sólo me he llevado a cuatro mil de acuerdo con mi promesa; a los demás, los mató el Miedo».
Al margen de lo del lenguaje, que como base de la nacionalidad fue un descubrimiento nada menos que jacobino, al hablar de nacionalismo hablamos de creencias, no de.ideas.Y como buen «modisto de la fílosofia», como lo llamó Vasconcelos, Ortega distinguía dos dominios: el de las ideas y el de las creencias. Las creencias están en la raíz del alma, y cambian mucho menos que las ideas. De hecho, no cambian, y por eso ha podido decirse que lo que define a una comunidad es su creencia en algo falso. Bien mirado, cualquiera puede creer en algo verdadero, pero hay que ser nacionalista para creer en un mito nacional. Descifrar el mito nacional tampoco aclara nada, ya que, como demostró Lévi-Strauss, todo desciframiento de un mito es otro mito.
El mito nacional vive de la creencia en la excelencia superior de un grupo cuyo miembros han de someter su inteligencia a las «boutades» que pronunciaron en el pasado unos hombres mayormente ignorantes, llámense Sabino Arana o Pompeyo Gener. La nación viene a convertirse así en un club exclusivo basado en el sentimiento, ya que la razón no puede determinar la calidad de miembro de club exclusivo. Allá ellos, si no fuera porque las falsas creencias, para asentarse, precisan del fanatismo, y el fanatismo suele ser incompatible con la democracia.
La palabra «democracia» tiene hoy tantas definiciones como sentimientos favorables asociados a ella, pero, a la hora de la verdad, significa lo que decidimos que signifique. En una palabra, la democracia es una declaración de principios. «Estos son mis principios —dijo Groucho en un rapto de posmodernidad—. Si no le gustan, tengo otros.» Un demócrata es, pues, un hombre que cambia de opinión, de lo que se deduce que puede haber tantos demócratas como hombres. Pero un nacionalista es un hombre que cree, y sólo hay dos modelos de creyente: el religioso y el nacionalista. No en vano Bernard Shaw hizo que los católicos quemaran a su santa Juana por protestante, y los ingleses, por nacionalista.
Convencionalmente, los creyentes nacionalistas suelen dividirse en moderados y radicales. Los radicales son quienes, por su afición a perseguir a los desarraigados, menean el nogal, en tanto que los moderados se limitan a recoger las nueces de la nacionalidad. Se dirá que, en el fondo, es más el ruido que las nueces, pero el ruido siempre da miedo.
Miedo, por ejemplo, a que algunos radicales, viéndose en minoría, abatan a tiros a un número suficiente de desarraigados para convertirse en mayoría.Y la única manera de superar el terror es practicar el valor. A este propósito, la tradición árabe proporciona un cuento verdaderamente edificante. El de un rey que, al saber que la Peste se avecinaba a su pueblo, montó su caballo y fue a la gran puerta de la muralla para impedir que entrara a hacer estragos. Ella le dijo que Dios la había enviado para llevarse cuatro mil almas. El rey condescendió con una condición: «Está bien. Pero sólo cuatro mil. De haber más muertos, te mato.» Desde una torre el rey iba contando los cadáveres, que rebasaban por miles la cifra convenida.Y esperó a la Peste en la puerta de la ciudad, donde, furioso, le reprochó haber matado a cuarenta mil personas. A punto de ser decapitada, la Peste aclaró: «Yo sólo me he llevado a cuatro mil de acuerdo con mi promesa; a los demás, los mató el Miedo».
Los católicos la quemaron por protestante,
y los ingleses, por nacionalista
La palabra «democracia» tiene hoy
tantas definiciones como sentimientos
favorables
asociados a ella, pero, a la hora de la verdad,
significa
lo que decidimos que signifique