Jean JuanPalette-Cazajus
“Capítulo 1”, se anunció pomposamente el precedente e inicial episodio. En realidad no tenía repajolera idea de cuáles iban a ser los venideros. Bueno, miento. Ya metido en harina, me di cuenta de que puesto uno a trabajar con un mínimo de seriedad, los capítulos bien podrían pasar de los 47. ¡Calma! Mi laxitud veraniega podrá con la seriedad requerida.
Por un lado, llevaba meses, años incluso, reprochándome ciertas renuncias: por ejemplo al deber ciudadano y puntual de opinar sobre el auge de la bicicleta urbana. Tengo unas cuantas cosas que contar, siendo una de ellas la certeza de que no se trata de uno de los peores síntomas de la decadencia de Occidente como plañen algunos conocidos. Si bien siento sus mismas ganas de patear las glándulas reproductoras de quienes, además de aquéllas, me tocan el timbre de la prepotencia velocipédica en el espacio sagrado de las aceras. Renuncia, también, al puntual deber ciudadano de opinar sobre la terrible, imprevisible, letal, plaga del patinete eléctrico de la cual sí propendo a pensar que dice mucho del actual estado de nuestra civilización. Renuncia al puntual deber ciudadano de proclamar mi inquebrantable adhesión a la iniciativa conocida como “Madrid Central”, siendo mi única reserva su, para mí, excesiva timidez. Renuncia al deber ciudadano de confesar mi abatimiento frente a la indigencia y la mala fe de los argumentos esgrimidos por los enemigos de esta inocua tentativa de rescatar para la sensatez el centro de Madrid.
Todo aquello deberá tratarse con pausa y seriedad. La llamada “ecología” es la ciencia espontánea del hábitat humano, en su sentido más amplio. Es una definición tópica. Pero es que la ecología debería ser una tautología. Creo que hay lugar para una interpretación ecológica del “conatus”, ese fundamental concepto de Spinoza: el esfuerzo, la voluntad, el deseo de perseverar en el ser son una expresión ecológica. Es decir que hablar de ecología equivale a asumir “naturalmente” el quebranto congénito de la humanidad posmoderna. Hoy la política sólo puede ser implícitamente ecológica. Y nunca lo es tanto como cuando, todavía, niega con alharacas sus interpelaciones. Lo mismo cabe decir, por supuesto, de la economía, de la sociología, de la filosofía,…de los toros, de todas las facetas del poliedro de la vida. En buena lógica deberíamos seguir hoy en la línea de nuestro capítulo inicial. La historieta empezaba con la foto de portada del primer ejemplar del mensual “El salvaje”, en 1973, que inequívocamente clamaba: “¡La utopía o la muerte!”. Adelantaremos que, aparentemente al menos, en 2019, seguimos vivos. Creo recordar que “Le Sauvage”- al menos en su primera épocaa- nunca mencionó el cambio climático. Tampoco se hablaba, o muy poco, de la extinción de las especies. Todavía no se preocupaba -tal vez porque el problema aún no existía o le faltaba decenios para alcanzar la temperatura crítica- por la despolinización ni la desaparición de las abejas.
Lo que llenaba las páginas de “Le Sauvage”, además de los consejos (dudosamente) prácticos para quienes se iban al campo a criar cabras, hacer queso casero y ataviarse con horribles e informes jerséis de lana cruda, eso sí, tejidos a mano, lo que nos preocupaba, era ya la extensión y la fealdad de las manchas periurbanas, el problema de la saturación automóvil en ciudades y carreteras y los estragos de la agricultura industrial. Eran los años en que Pompidou, gran especialista en poesía, proclamaba que “París debía adaptarse al automóvil”. La frase me pareció tan estúpida en su momento como me lo sigue pareciendo ahora. Se abrieron las horrendas y asfixiantes “voies de berges”, las autovías que usurparon los muelles del Sena y que el ayuntamiento actual trata de reconvertir frente a la oposición cerril y obtusa de los adoradores del dióxido de carbono y del fragor de la combustión. Demagogia más, embuste menos, la misma sutileza argumentativa ostentada por los enemigos de “Madrid Central”. Cuesta creer el testimonio de las fotos que muestran un París donde los sitios más emblemáticos aparecían como espantosos aparcamientos públicos. Aquellos problemas se “solucionaron” mediante la creación de las redes de autopistas y de los incontables aparcamientos urbanos ya sea verticales, ya sea subterráneos. En estos temas cualquiera tiene que darse cuenta de que la palabra “solucionar” sólo puede traer puestas sus comillas intrínsecas. Lo contrario supondría tener un acceso privilegiado al futuro del sino humano. Personalmente no sé si hemos mejorado, empeorado o simplemente aplazado los problemas.
De modo que el subsuelo de las ciudades se ha transformado, por éstas y otras razones, casi todas ellas viales, en un queso emmenthal sobre cuyas oquedades se extienden deprimentes páramos asfálticos donde no crecen ni hierba ni árboles. Síntoma de impotencia, de fracaso, los ayuntamientos suelen instalar enormes, grotescos, carísimos maceteros urbanos donde la coartada vegetal dura tres meses. Tal vez tengamos el derecho de preguntarnos en qué medida no se ha modificado de forma definitiva nuestra relación “ontológica” con la ciudad, aquella ciudad en la que ya no queda suelo de verdad bajo los pies. La estructura vital de nuestra “Poética del espacio” queda herida, desestabilizada. Habrá que acordarse de ésta y otras obras de Gastón Bachelard (1884-1962), aquel maravilloso fuego fatuo de la filosofía, para valorar la pauperización de nuestro imaginario telúrico. La saturación automóvil que amenazaba a mediados de los setenta quedó pues “solucionada” por la erupción de la tecnología y de las infraestructuras. Anticipadamente, tratamos un poco las consecuencias hace unos días, cuando recordábamos a André Gorz e Iván Illich. Hoy ni el más lerdo se atrevería a insinuar que los nuevos problemas se pueden solucionar triplicando o cuadruplicando las superestructuras existentes. Quiero creer que nuestros desvelos de aquellos años tuvieron incidencia sobre la situación actual, los coches son más seguros, más “inteligentes”, polucionan menos, consumen menos. Los alimentos son más sanos y sometidos a la vigilancia de la “trazabilidad”. Se debe hablar de notable mejoría desde lo que podríamos llamar cuantificación de los elementos del problema. Por lo demás, seguimos vivos. Demasiado vivos tal vez, y demasiados los vivos en un planeta reducido como las cabezas de los jíbaros. Reducido para viajar, reducido para descubrir, reducido para cultivar, reducido para soñar. Seguimos vivos y ni siquiera lo podemos afirmar con toda seguridad porque no se sabe de ningún muerto que se diese cuenta de que lo estaba. Nunca sabremos ya cuáles y cuántas partes de nuestras capacidades vivenciales pueden estar ya necrosadas o en vías de necrosis.
A todo esto ocurrió que nosotros en ningún momento supimos anticipar la explosión informática y digital. Ninguno de nosotros pudo imaginar que el ruido comunicacional llegaría a ser tan ensordecedor. El tsunami digital nos vendió durante los últimos 20 años la ilusión de que el mundo a punto estaba de convertirse en un simpático patio de vecinos, un “chat” amigable, una charleta generalizada entre “coleguis”. No quiero lanzarme a explicar ahora por qué tengo la convicción de que aquello vino a suplantar durante todos aquellos años una conciencia ecológica que parece de repente resucitada. En cambio, no sé si sería capaz de explicar por qué tengo la absoluta certeza de que el contenido de los “qualia”, aquella categoría cognitiva que trata de referir y nombrar lo que pertenece a la esencia misma de nuestra experiencia subjetiva de la vida y del mundo, su dimensión inefable, personal e intransferible, se ha venido depauperando en los últimos decenios. El método y el pliegue psicotécnico mediante el cual nos hemos hecho capaces de producir objetos en cantidad ilimitada, estandarizados y con fecha de obsolescencia han revertido, muy lógicamente, en la producción y reproducción de los individuos. Se producen individuos estandarizados y con fecha de obsolescencia, ya no individualidades. Hoy, toda individualidad supone una rebelión, como la de Adán y Eva, contra la asfixiante monotonía de la programación que todo creador nos viene fijando de antemano.
Para muchos ecologistas y sobre todo para sus “enemigos”, la ecología es una teoría de las catástrofes. Veremos que el concepto de “catástrofe” es tremendamente proteico y escurridizo. Pero por un momento nos contentaremos con manejarlo en su simplona percepción cinematográfica que es la que tenemos en la barra del bar. A esto parece que apuntaba el mentado título de “Le Sauvage”. Si una catástrofe no se produce puede ser porque se había equivocado el diagnóstico, como ocurre con los delirios de las sectas milenaristas, porque se pudo acabar con la amenaza, porque se logró aplazarla o tal vez…porque realmente se produjo y no nos dimos cuenta. “¡Nunca se producen vuestras catástrofes!”, niegan y se coñean los “antis”. Se coñearían igual si se hubiese producido porque negarían que lo hubiese hecho. Veremos que “that is the big question” y que será fundamental tratar de adentrarse en aquellos mecanismos mentales…o evolutivos. Pero en nuestro caso admitiendo que la “catástrofe” no se produjo, bien pudo tratarse de un efecto de lo que se llama “profecía autodestructiva”: ante nuestras admoniciones, se arbitraron las soluciones técnicas que la desactivaron antes de que se produjera. Es interesante observar cómo todavía hay quien cree en el binomio estímulo-respuesta, según el cual hallaremos siempre la respuesta técnica adecuada a los retos planteados. Todos intuimos que no hay posibilidad técnica de la respuesta sin modalidad humana que la sostenga.
Hollywood nos ha habituado a considerar el concepto de catástrofe únicamente desde su perspectiva espectacular, cinematográfica. Es decir la de un fenómeno puntual, con unidad de lugar y de tiempo, como en la preceptiva del teatro clásico, y contemplado desde una butaca -real o metafórica- con hipócrita estremecimiento. El colmo de aquella perversión cinematográfica fue el espectáculo en directo de la tragedia del 11 de Septiembre, con sus muertos reales pero distantes. El problema es que nos pilló tan de sorpresa que el asombro y la incredulidad anestesiaron nuestra capacidad de “disfrutar” de su -dijera Kant- “sublimidad”. De modo que deberían usarse dos palabras distintas para diferenciar la catástrofe-espectáculo, la que nuestros ojos y nuestro espíritu pueden abarcar, de la catástrofe que nos abarca, o sea la que acecha la especie, como pueden ser la climática, la demográfica, yo, de paso, casi añadiría la del turismo de masas. A este tipo de catástrofe que nos afecta a todos, a cada uno de nosotros, a “mí” en particular, la llamaré “catástrofe ecuménica”. Evidentemente no pienso en concilios, sino en el viejo concepto griego de “οἰκουμένη”, oikouménê, o sea “Tierra habitada”.