Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Los viejos liberales asumían que un amante de la libertad sólo se pone verdaderamente a prueba en relación con cosas que lo desagradan, pero el triunfo del pensamiento único ha eliminado esa fatiga. Con el pensamiento único, los eslóganes desplazan a las ideas, y la propaganda, a la filosofía. El librepensamiento, que en el siglo XVIII conducía a la guillotina, en el siglo XXI puede conducir al paro, y, visto así, el pensamiento único se presenta como el mayor sostén organizado del pleno empleo, con toda la sociedad como un solo hombre, «el último hombre» nietzscheano, satisfecho como un perro tirado al sol, que ése sería lo que con esos títulos arrebatados de mayúsculas hegelianas Fukuyama llama el «Fin de la Historia».
Francis Fukuyama despliega en «The End of History» el mismo encanto que David Carradine en «Kung-Fu». Si Carradine partía de Confucio, Fukuyama parte de Hegel, y nadie sale de Confucio o de Hegel impunemente. En su día, González, por ejemplo, debía leer a Marx, que fue un hegeliano sin dinero de bolsillo, pero prefirió leer a Confucio, que es más fácil, y el socialismo español, que venía de la lucha de clases, derivó en la lucha de clanes. También Fukuyama debía inspirarse en Yorimitsu, un suponer, que pasa por ser el Don Quijote amarillo, pero ha preferido inspirarse en Hegel, que, en síntesis con Tocqueville —los hegelianos se pirran por las síntesis—, sale un cóctel tan anestésico como el «dry martini» de James Bond —agitado, no batido—, imprescindible para vender el Fin de la Historia en el único país que carece de Historia.
Porque Fukuyama vive en América, y en América, en fin, no es que todos los hegelianos sean pedantes, pero de algún modo todos los pedantes acaban siendo hegelianos. Así lo expresó Willliam James en sus «Ensayos sobre el empirismo radical», puesto que para su razón y sus sentimientos resultaba ofensiva la comprensión de la realidad como ese todo espiritual que los hegelianos denominan el Absoluto. Y es que los hegelianos americanos consideraban que, cuando un hombre se suicida porque no puede encontrar trabajo para impedir que su familia se muera de hambre, este suicida haría más rico el universo, «y esto es filosofía». En Europa tenemos a los eurodiputados que se van de Semana Santa en vez de ir a Estrasburgo a votar la ayuda para Etiopía, «y esto es política».
El antiliberalismo que, impasible, avanza, arranca del práctico principio filosófico de que lo real es lo racional. Para Hegel, lo real era el Estado prusiano, que le pagaba la nómina. Para Fukuyama, lo real es el «Estado homogéneo universal», que le hace los encargos. Desde que fue formulado, los satisfechos se han valido de este principio para demostrar que cualquier cosa que exista es lo mejor, pero los descontentos tienden a argüir que, puesto que el Estado prusiano o el «Estado homogéneo universal» son patentemente irracionales, no son del todo reales, y que, por consiguiente, alguna manera habrá de colocar algo más real en su lugar. Esta inversión del principio ayudó a los lógicos a apreciar su lamentable ambigüedad, pues en el sentido en que el principio es verdadero, es trivial, y en el sentido en que no es trivial, no es necesariamente verdadero. El valor del ejemplo subrayó para ellos la idea de que, en política, el hecho de que algo sea lo que es de ningún modo implica que es lo que debería ser.
La doctrina hegeliana procede, como es sabido, por una síntesis de contrarios que ahora unos llaman «Centro», y otros, «Estado homogéneo universal», lo cual que cualquier hegeliano que abra la boca brillará con una belleza que parecerá extraída de los últimos cantos del «Paraíso». En España, la síntesis de toda controversia intelectual en este campo son los careos televisivos de Rahola y Ramoncín en «Crónicas marcianas». Si ya es extraño que un proceso como el hegeliano, que se representa como cósmico, haya de ocurrir todo él en la Tierra, ¿no pensaremos que más raro todavía es verlo reducido a representación cómica en un plató de Marte? Pero somos «el último hombre», cuyo único pensamiento único es salir hoy zumbando hacia la playa.
Francis Fukuyama despliega en «The End of History» el mismo encanto que David Carradine en «Kung-Fu». Si Carradine partía de Confucio, Fukuyama parte de Hegel, y nadie sale de Confucio o de Hegel impunemente. En su día, González, por ejemplo, debía leer a Marx, que fue un hegeliano sin dinero de bolsillo, pero prefirió leer a Confucio, que es más fácil, y el socialismo español, que venía de la lucha de clases, derivó en la lucha de clanes. También Fukuyama debía inspirarse en Yorimitsu, un suponer, que pasa por ser el Don Quijote amarillo, pero ha preferido inspirarse en Hegel, que, en síntesis con Tocqueville —los hegelianos se pirran por las síntesis—, sale un cóctel tan anestésico como el «dry martini» de James Bond —agitado, no batido—, imprescindible para vender el Fin de la Historia en el único país que carece de Historia.
Porque Fukuyama vive en América, y en América, en fin, no es que todos los hegelianos sean pedantes, pero de algún modo todos los pedantes acaban siendo hegelianos. Así lo expresó Willliam James en sus «Ensayos sobre el empirismo radical», puesto que para su razón y sus sentimientos resultaba ofensiva la comprensión de la realidad como ese todo espiritual que los hegelianos denominan el Absoluto. Y es que los hegelianos americanos consideraban que, cuando un hombre se suicida porque no puede encontrar trabajo para impedir que su familia se muera de hambre, este suicida haría más rico el universo, «y esto es filosofía». En Europa tenemos a los eurodiputados que se van de Semana Santa en vez de ir a Estrasburgo a votar la ayuda para Etiopía, «y esto es política».
El antiliberalismo que, impasible, avanza, arranca del práctico principio filosófico de que lo real es lo racional. Para Hegel, lo real era el Estado prusiano, que le pagaba la nómina. Para Fukuyama, lo real es el «Estado homogéneo universal», que le hace los encargos. Desde que fue formulado, los satisfechos se han valido de este principio para demostrar que cualquier cosa que exista es lo mejor, pero los descontentos tienden a argüir que, puesto que el Estado prusiano o el «Estado homogéneo universal» son patentemente irracionales, no son del todo reales, y que, por consiguiente, alguna manera habrá de colocar algo más real en su lugar. Esta inversión del principio ayudó a los lógicos a apreciar su lamentable ambigüedad, pues en el sentido en que el principio es verdadero, es trivial, y en el sentido en que no es trivial, no es necesariamente verdadero. El valor del ejemplo subrayó para ellos la idea de que, en política, el hecho de que algo sea lo que es de ningún modo implica que es lo que debería ser.
La doctrina hegeliana procede, como es sabido, por una síntesis de contrarios que ahora unos llaman «Centro», y otros, «Estado homogéneo universal», lo cual que cualquier hegeliano que abra la boca brillará con una belleza que parecerá extraída de los últimos cantos del «Paraíso». En España, la síntesis de toda controversia intelectual en este campo son los careos televisivos de Rahola y Ramoncín en «Crónicas marcianas». Si ya es extraño que un proceso como el hegeliano, que se representa como cósmico, haya de ocurrir todo él en la Tierra, ¿no pensaremos que más raro todavía es verlo reducido a representación cómica en un plató de Marte? Pero somos «el último hombre», cuyo único pensamiento único es salir hoy zumbando hacia la playa.
Francis Fukuyama
La doctrina hegeliana procede, como es sabido, por una síntesis de contrarios que ahora unos llaman «Centro», y otros, «Estado homogéneo universal»