viernes, 9 de agosto de 2019

Moisés

ABC, 19 de Enero de 2000


Ignacio Ruiz Quintano
Abc

En la visión russelliana  de la  felicidad era esencial, para vivir  felizmente, una cierta capacidad para soportar el aburrimiento, siendo una de las cosas que debiera enseñarse a la juventud. Se ponía el ejemplo de los grandes libros y de las grandes vidas, abundantes en trechos desprovistos de interés. Figurémonos, se nos decía, a un editor americano moderno leyendo el Antiguo Testamento como un nuevo manuscrito que llegara a sus manos por primera vez. ¿Cuáles serían sus comentarios, por  ejemplo, acerca de las genealogías? «Mi querido señor —diría—, a este capítulo le falta sal; no va usted a esperar que el lector se interese por una lista de nombres, de los cuales habla usted tan superficialmente. Reconozco que ha comenzado usted su historia con buen estilo, y al principio no me impresionó mal; pero, en conjunto, tiene usted demasiado afán  de contarlo todo. Elija lo más llamativo, quite lo superfino, y tráigame su manuscrito cuando lo haya reducido a dimensiones razonables.» En estos términos hablaría, según Russell, un editor contemporáneo, a sabiendas del miedo del lector moderno a aburrirse. Y, visto así, ¿en qué quedaría la cosa?

 La ciencia acaba de demostrar que los chimpancés son capaces de recordar los números igual que un niño en edad preescolar. (En plena revisión del «contrato social» entre la ciencia y la sociedad, esta noticia no parece muy halagüeña para nuestra autoestima, dado el prestigio de las matemáticas desde que en el séptimo libro de la «República» Sócrates reveló a Glaucón el motivo por el cual los jóvenes gobernantes del Estado ideal, o del «Estado de Derecho», como dicen los cursis, deberían aprender el arte de los números.) Supuesto que la destreza intelectual para las letras de un adulto posmoderno debe de corresponderse más o menos con la que para las matemáticas se le supone a un  niño en edad preescolar, tampoco parece disparatado imaginar que el gran manifiesto de la revolución monoteísta, el Antiguo Testamento, una vez reducido a lo que cualquier editor de hoy entiende por «dimensiones razonables», podría  quedar limitado a un único nombre: tal vez el de Abraham, por la difusión que este fin de semana ha tenido una reunión de arqueólogos en  Jerusalén, o tal vez el de Moisés, por el éxito popular de la metáfora que emplean los publicistas de Madrid  para explicar la doctrina política del escaqueo.

Los arqueólogos, que habían viajado a Jerusalén dispuestos a descombrar «la veracidad histórica del Antiguo Testamento a la luz de la arqueología», se encontraron con un  público tan razonable como para colocarlos entre la espada y la pared: «¿En qué quedamos? ¿Existió o no existió Abraham?». Al fin y al cabo, Abraham es el protagonista de la época patriarcal, el punto de arranque del pueblo elegido, el único justo que había en la Tierra después  del diluvio. La pega es que Abraham vivió lo  menos ciento veinte años, y, como sugirió Jean-Francois  Lyotard, la posmodernidad supone la  descomposición de los grandes  relatos.

  Lo de Moisés es otra  cosa. De entrada, todo el mundo le pone cara: nuestros padres, la de Charlton Heston, y nuestros  hijos, la de Felipe  González. Ay, esa zarza  ardiendo  que no  se consume. Fue pastor  de  ovejas, libertador  de pueblos  y administrador  de plagas, la más terrible de las cuales vino a ser la del ángel de la muerte. Tenía carisma: con él, el pan caía del cielo y las codornices caían  estofadas. Y qué forma  de manejar esa vara de mando para  separar las aguas del Mar Rojo y con los egipcios pisándole los talones, que ahí  se quedaron, los infelices, como náufragos  forgianos de la resaca dionisíaca. Para la nueva rebelión romántica que  parece  imponerse  en las democracias  ex-tranjeras —la  Tercera Vía sería su  manifiesto—, la imagen de Moisés es preferible a la del Capitán Araña, o de eso están convencidos los asesores de  imagen de un Chirac, de un Kohl, o de un  Yeltsin, que con su sentido del escaqueo señalan el punto culminante del genio  político occidental.


En la visión russelliana  de la  felicidad
 era esencial, para vivir  felizmente,
 una cierta capacidad para soportar el aburrimiento,
 siendo una de las cosas que debiera
 enseñarse a la juventud