Goya
Andarse por las ramas
Jean Juan Palette-Cazajus
«Trazas de la noche. Brilla una estrella, solitaria. Preparada para lejanas eucaristías. Allá los destinos se están agrupando, perplejos, inmóviles. Caminamos, lo sé, hacia mañanas extrañas» (De un poema de Michel Houellebecq)
Este folletín empezó algo atolondrado. Pero cada día que pasa me hace sentirme más temerario e irresponsable. Porque el reto de mantener una leve distancia bienhumorada para hablar de cuestiones tan serias y polémicas tiene difícil lidia. Lo comprobábamos en el pasado episodio donde se trataba de mostrar que ni el concepto de catástrofe ni las modalidades que de ella nos pueden estar esperando tienen mucho que ver con lo que neomilenaristas apocalípticos y paleosarcásticos reaccionarios piensen al respecto. La trascendencia del tema reclamaba la pintura de un lienzo de ambicioso tamaño. Y esto no pasa de una relajada acuarela de verano. Incluso así el boceto resultó un tanto árido. Pero si esta excursión veraniega tiene un mínimo interés será el de proyectar un breve chorro de luz sobre los tópicos y las zonas de sombra de una temática que vertebrará los próximos decenios.
«A partir del momento en que adviene, toda realidad resulta haber sido posible desde siempre». Me tomo la libertad de modificar, para transformarlo en axioma, el final de la cita de Bergson con que cerrábamos el tercer capítulo. Pocos filósofos supieron hablar del tiempo y de la “duración” con la sutileza con que lo hiciera el autor de «El pensamiento y lo moviente». Pero su labor adoleció -o prescindió- de todo anclaje en la historicidad. Sería un inmenso error interpretar la frase de Bergson como una referencia a una infinitud aleatoria de lo posible. Al revés, el filósofo nos habla en realidad de la inexorable restricción histórica del campo de los posibles. Él mismo nos lo decía: la alternativa, en los días anteriores al 4 de julio de 1914, era entre guerra imposible y guerra probable. Es decir bastantes más probabilidades de que tocase la catástrofe que no el Gordo de Navidad. En nuestra experiencia concreta, realidad e historicidad se confunden. Nunca sabremos en qué medida nuestra agentividad histórica es consciente o inconsciente, ni en qué medida la parte que creemos consciente no es habitualmente pura ilusión. Pero lo que no ofrece lugar a dudas es que cada una de las decisiones o de los procesos humanos que “propulsan” el flujo continuo de la temporalidad histórica, lo hace descartando definitivamente del campo de los posibles todo el repertorio de las alternativas que fueron ignoradas o desechadas.
Dicho de otra manera: aquí, y tratando de no aburrir demasiado, no creemos en ninguna forma de “teleología” metafísica pero sí, de alguna manera, en la realidad de algunas formas de “teleonomía”. Es decir que las leyes de lo viviente fueron las que, desde los orígenes, limitaron las posibilidades abiertas al acontecer humano. Pero en algún momento que no podemos dedicarnos a fechar ahora -sin duda el neolítico- el horizonte de lo posible era todavía como las frondas de un árbol cuyo ramaje es a la vez amplio y finito. A partir del momento en que elegimos “andarnos” por una rama concreta, siempre nos veremos inducidos a proseguir a través de nuevas ramificaciones a su vez irrevocables que nos abocan a ir descartando inexorablemente el ramaje restante y con él las alternativas posibles. De modo que señalar la evidencia de que todo nuevo estado de la realidad es irreversible equivale también a recordar que nunca nada de lo que debimos o pudimos hacer ayer podrá hacerse hoy, y nada de lo que debimos o pudimos hacer hoy podrá hacerse mañana.
Durante muchos cientos de miles de años, es decir más del 99% de nuestra historia, los humanos fuimos exclusivamente cazadores/recolectores. Hasta fechas recientes, en todo el orbe, sobrevivían unos pocos cientos de miles. La supervivencia es ahora agonía cuando no cacería como en el Brasil homínido de Bolsonaro. Las evidentes singularidades de aquellas culturas fueron y siguen siendo determinadas por su entorno natural pero Lévi-Strauss se encargó de mostrar a lo largo de toda su obra cómo, más allá de aquellas singularidades locales, había un substrato de invariantes universales. La arqueología mostró que el neolítico vino acompañado inicialmente por una disminución de la estatura de los humanos y el surgimiento de numerosas dolencias. La salud de los cazadores-recolectores era buena, su equilibrio demográfico casi perfecto por más que el nivel de violencia fuese notablemente mayor de lo que cierto “buenismo” trató de convencernos hace años. Y así el título del conocido libro del gran etnólogo Marshall Salins (n.1930), «Stone age economics» (1974), tuvo literal traducción española pero se convirtió en francés en «Edad de piedra, edad de abundancia». No se trata aquí de apuntarse a un rousseauísmo rezagado. El mito del “buen salvaje” fue un extravío sistemáticamente demostrado por la labor etnológica. Solo quería recalcar que la universalidad de ese modo de vida durante tanto tiempo mostró hasta qué punto el elenco de las posibilidades humanas quedaba, al fin y al cabo, muy restringido desde un principio.
En todo caso la persistencia del mito del “buen salvaje”, hoy por ejemplo entre tantos sectores “alternativos” de la militancia ecologista, confirma que un profundo “malestar en la cultura” - hablando como el viejo Freud -bien parece haber sido la característica axial en la conciencia de la modernidad. Nosotros los occidentales modernos fuimos efectivamente la antítesis absoluta del modo de vida de los cazadores-recolectores. Fuimos la cultura de la ruptura, lo seguimos siendo en todos los aspectos y en todos los sentidos. Donde hubo, durante cientos de miles de años, un modo de vida universal, bifurcamos, a partir del siglo XVIII, hacia un excepcional y definitivo cuello de botella, primero filosófico luego, en pocas generaciones, tecnológico. Occidente entró en la Edad del Fuego, la era de la combustión, la era de las energías fósiles de la que todavía no hemos salido. Ninguna locomotora ni barco de vapor mostró realmente eficiencia satisfactoria antes de 1840. De modo que si las culturas de cazadores-recolectores abarcan más del 99% de la historia humana, menos del 0,02%, apenas dos siglos, corresponden a la cultura de la combustión. ¡Ojo al dato! diría “Butanito”.
Y a lo largo de este ínfimo 0,02%, el crecimiento de la sustancia tecnológica fue resultando exponencial. Leo los resultados de un reciente trabajo publicado en la canónica revista «Nature», que compara la actual situación climática con anteriores episodios de la historia. Como el “óptimo climático” medieval entre los años 800 y 1200, o la “pequeña edad del hielo” que siguió, entre 1300 y 1850. Se usaron 700 indicadores metodológicos que confirmaban que aquellos pasados episodios fueron esporádicos y nunca afectaron de manera sincrónica el conjunto del globo. Ahora, observan, es el 98% del globo, el que vive el episodio más caluroso en 2000 años, con subida espectacular a partir de 1950. Me entero en otra fuente seria que desde la misma fecha de 1950, el tráfico aéreo se ha multiplicado por 250.
No me surge de las tripas un pronto militante a lo Greta Thundberg. Estas cifras, azarosamente surgidas entre las infinitas posibles, únicamente pretenden recordar que el pensamiento ecológico es solo un elemento fundamental del pensamiento global o, como prefiero decir, ecuménico, y supone una revolución de la práctica intelectual solo comparable a lo que fuera la renacentista. Es el retorno al pensamiento complejo, a la necesidad de manejar nuevamente un saber universal si se quiere volver a entender algo del latido del mundo. Donde el papel de los especialistas -aquellos «que saben cada vez más sobre cada vez menos» decía mi antiguo profe de filosofía- deberá ser necesario pero subalterno. Tras siglos de reduccionismo político, el pensamiento ecuménico obliga muestras neuronas a cambiar de ritmo y de modo de funcionamiento. Deberán renunciar al compás soporífero que brotaba del caduco motor de dos tiempos, con su émbolo conservador, su émbolo progresista y una peligrosa tendencia a embalarse para convertirse en reaccionario o apocalíptico. Unas configuraciones vitales e intelectuales cuyo constante involucramiento en la guerra política las redujo a un estado raquítico únicamente basado en emociones primarias, credulidad y odio, simplismo ideológico y antagonismo político.
El pensamiento ecuménico se interesa por la climatología, la geografía, la biología, la agronomía, la etología, la genética, la sociología, la filosofía, por citar algunas de las disciplinas movilizadas. Hay que volver a considerar el mundo como algo de lo que nada se sabe a ciencia cierta, muy lejos de las pasadas certezas y dogmatismos. Nadie se apresure a leer en mi descripción las pruebas de un talante idealista. El propósito, aquí, es puramente expositivo, heurístico como se dice en jerga filosófica. Por supuesto que el mundo está lleno de fósiles, jóvenes y viejos, incapaces de extraerse de las antiguas simplezas, que tratan de instrumentar a todo trance el pensamiento ecuménico y de retrotraerlo al servicio de polvorientas obsesiones. Por supuesto que la tentación más generalizada es la de reducirlo a un dogma simplón y portátil, un nuevo fetiche capaz de estructurar las vidas disgregadas y de proporcionar una nueva brújula a las tropas huérfanas de militancia.
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos», se lee en Mateo 5.3 . Sin duda una de las frases más catastróficas de la historia humana. La invocación a la justicia, a la igualdad, a la libertad ha servido en demasiadas ocasiones para legitimar y redimir las carencias intelectuales y las miserias personales. Esto ya no debería ser posible con el pensamiento ecuménico cuya militancia ideal necesita apoyarse en los baluartes del saber. Aquel militante ya no puede contentarse con ser un santo cretino. Como San Agustín, el portador del pensamiento ecuménico se erige en pregunta para sí mismo. Como él, proclama: “Quaestio mihi factus sum”. Pero la palabra que mejor lo define podría ser la teutónica y heideggeriana “sorge”, en español “cuidado”, en su doble acepción de “cuidar” y de “preocuparse”, ante la precariedad de la vida humana y sus incertidumbres frente al porvenir. Como para Heidegger, “die sorge”, el “cuidado”, se convierte en el necesario modo de ser del hombre en su relación con el entorno y con el porvenir. Una vital atención prestada al «Dasein», al «Ser-ahí», el propio y el del mundo.
Se oye entonces la voz de un lector benévolo: -«¡Diablos! ¡El propio Heidegger! Me convierto a la fe verdadera. Acabaremos en un plis plas con irónicos, sardónicos e incluso sarcásticos de la grey oscurantista». Desengáñese el complaciente lector. Si me deja terminar una disertación témome que algo plúmbea, pocos motivos le quedarán para el entusiasmo.
Recuerdo desde la niñez un chiste particularmente malo. Hasta que descubrí su potencial heurístico: están trabajando dos pintores y el uno le dice al otro, «agárrate bien de la brocha, que me llevo la escalera». ¿Penoso, verdad? Pues ésta es, ni más ni menos, la mejor definición posible de la inteligencia humana. Una estructura puramente autoportante que cuelga en el vacío. La inteligencia humana piensa poder colgar de su propia actividad con resultados tan dudosos como la posibilidad de que el pintor del chiste lograra agarrarse a la propia brocha. La inteligencia humana es probablemente un excepcional error, un accidente o un tumor de la evolución. Las tres palabras son igualmente apropiadas. Es absolutamente innecesaria para la evolución de la especie, sin duda incluso contraproducente. La fe en el triunfo de la inteligencia humana es tan irracional, indemostrable e ilusoria como cualquier otra modalidad de la fe. Mi alegato a favor del pensamiento ecuménico era en el fondo una coquetería aristocrática, el último farol de un hidalguillo feneciente que sabe que tiene el porvenir a sus espaldas. Lo más probable es que ya se esté produciendo una serie de mutaciones adaptativas de donde está emergiendo una nueva especie -aquella a la que pertenece Isabel Díaz Ayuso- encantada con el dióxido de carbono, el ruido y los atascos, de cuyas neuronas se están borrando el recuerdo y la necesidad de los paisajes preservados, de las ciudades a escala humana, del silencio y de una vida acompasada al ritmo de los cuerpos. Como en todo proceso de especiación, pronto se volverá imposible la reproducción entre los representantes de la nueva especie y los últimos ejemplares de la rama moribunda.
Este folletín empezó algo atolondrado. Pero cada día que pasa me hace sentirme más temerario e irresponsable. Porque el reto de mantener una leve distancia bienhumorada para hablar de cuestiones tan serias y polémicas tiene difícil lidia. Lo comprobábamos en el pasado episodio donde se trataba de mostrar que ni el concepto de catástrofe ni las modalidades que de ella nos pueden estar esperando tienen mucho que ver con lo que neomilenaristas apocalípticos y paleosarcásticos reaccionarios piensen al respecto. La trascendencia del tema reclamaba la pintura de un lienzo de ambicioso tamaño. Y esto no pasa de una relajada acuarela de verano. Incluso así el boceto resultó un tanto árido. Pero si esta excursión veraniega tiene un mínimo interés será el de proyectar un breve chorro de luz sobre los tópicos y las zonas de sombra de una temática que vertebrará los próximos decenios.
«A partir del momento en que adviene, toda realidad resulta haber sido posible desde siempre». Me tomo la libertad de modificar, para transformarlo en axioma, el final de la cita de Bergson con que cerrábamos el tercer capítulo. Pocos filósofos supieron hablar del tiempo y de la “duración” con la sutileza con que lo hiciera el autor de «El pensamiento y lo moviente». Pero su labor adoleció -o prescindió- de todo anclaje en la historicidad. Sería un inmenso error interpretar la frase de Bergson como una referencia a una infinitud aleatoria de lo posible. Al revés, el filósofo nos habla en realidad de la inexorable restricción histórica del campo de los posibles. Él mismo nos lo decía: la alternativa, en los días anteriores al 4 de julio de 1914, era entre guerra imposible y guerra probable. Es decir bastantes más probabilidades de que tocase la catástrofe que no el Gordo de Navidad. En nuestra experiencia concreta, realidad e historicidad se confunden. Nunca sabremos en qué medida nuestra agentividad histórica es consciente o inconsciente, ni en qué medida la parte que creemos consciente no es habitualmente pura ilusión. Pero lo que no ofrece lugar a dudas es que cada una de las decisiones o de los procesos humanos que “propulsan” el flujo continuo de la temporalidad histórica, lo hace descartando definitivamente del campo de los posibles todo el repertorio de las alternativas que fueron ignoradas o desechadas.
Dicho de otra manera: aquí, y tratando de no aburrir demasiado, no creemos en ninguna forma de “teleología” metafísica pero sí, de alguna manera, en la realidad de algunas formas de “teleonomía”. Es decir que las leyes de lo viviente fueron las que, desde los orígenes, limitaron las posibilidades abiertas al acontecer humano. Pero en algún momento que no podemos dedicarnos a fechar ahora -sin duda el neolítico- el horizonte de lo posible era todavía como las frondas de un árbol cuyo ramaje es a la vez amplio y finito. A partir del momento en que elegimos “andarnos” por una rama concreta, siempre nos veremos inducidos a proseguir a través de nuevas ramificaciones a su vez irrevocables que nos abocan a ir descartando inexorablemente el ramaje restante y con él las alternativas posibles. De modo que señalar la evidencia de que todo nuevo estado de la realidad es irreversible equivale también a recordar que nunca nada de lo que debimos o pudimos hacer ayer podrá hacerse hoy, y nada de lo que debimos o pudimos hacer hoy podrá hacerse mañana.
Durante muchos cientos de miles de años, es decir más del 99% de nuestra historia, los humanos fuimos exclusivamente cazadores/recolectores. Hasta fechas recientes, en todo el orbe, sobrevivían unos pocos cientos de miles. La supervivencia es ahora agonía cuando no cacería como en el Brasil homínido de Bolsonaro. Las evidentes singularidades de aquellas culturas fueron y siguen siendo determinadas por su entorno natural pero Lévi-Strauss se encargó de mostrar a lo largo de toda su obra cómo, más allá de aquellas singularidades locales, había un substrato de invariantes universales. La arqueología mostró que el neolítico vino acompañado inicialmente por una disminución de la estatura de los humanos y el surgimiento de numerosas dolencias. La salud de los cazadores-recolectores era buena, su equilibrio demográfico casi perfecto por más que el nivel de violencia fuese notablemente mayor de lo que cierto “buenismo” trató de convencernos hace años. Y así el título del conocido libro del gran etnólogo Marshall Salins (n.1930), «Stone age economics» (1974), tuvo literal traducción española pero se convirtió en francés en «Edad de piedra, edad de abundancia». No se trata aquí de apuntarse a un rousseauísmo rezagado. El mito del “buen salvaje” fue un extravío sistemáticamente demostrado por la labor etnológica. Solo quería recalcar que la universalidad de ese modo de vida durante tanto tiempo mostró hasta qué punto el elenco de las posibilidades humanas quedaba, al fin y al cabo, muy restringido desde un principio.
En todo caso la persistencia del mito del “buen salvaje”, hoy por ejemplo entre tantos sectores “alternativos” de la militancia ecologista, confirma que un profundo “malestar en la cultura” - hablando como el viejo Freud -bien parece haber sido la característica axial en la conciencia de la modernidad. Nosotros los occidentales modernos fuimos efectivamente la antítesis absoluta del modo de vida de los cazadores-recolectores. Fuimos la cultura de la ruptura, lo seguimos siendo en todos los aspectos y en todos los sentidos. Donde hubo, durante cientos de miles de años, un modo de vida universal, bifurcamos, a partir del siglo XVIII, hacia un excepcional y definitivo cuello de botella, primero filosófico luego, en pocas generaciones, tecnológico. Occidente entró en la Edad del Fuego, la era de la combustión, la era de las energías fósiles de la que todavía no hemos salido. Ninguna locomotora ni barco de vapor mostró realmente eficiencia satisfactoria antes de 1840. De modo que si las culturas de cazadores-recolectores abarcan más del 99% de la historia humana, menos del 0,02%, apenas dos siglos, corresponden a la cultura de la combustión. ¡Ojo al dato! diría “Butanito”.
Y a lo largo de este ínfimo 0,02%, el crecimiento de la sustancia tecnológica fue resultando exponencial. Leo los resultados de un reciente trabajo publicado en la canónica revista «Nature», que compara la actual situación climática con anteriores episodios de la historia. Como el “óptimo climático” medieval entre los años 800 y 1200, o la “pequeña edad del hielo” que siguió, entre 1300 y 1850. Se usaron 700 indicadores metodológicos que confirmaban que aquellos pasados episodios fueron esporádicos y nunca afectaron de manera sincrónica el conjunto del globo. Ahora, observan, es el 98% del globo, el que vive el episodio más caluroso en 2000 años, con subida espectacular a partir de 1950. Me entero en otra fuente seria que desde la misma fecha de 1950, el tráfico aéreo se ha multiplicado por 250.
No me surge de las tripas un pronto militante a lo Greta Thundberg. Estas cifras, azarosamente surgidas entre las infinitas posibles, únicamente pretenden recordar que el pensamiento ecológico es solo un elemento fundamental del pensamiento global o, como prefiero decir, ecuménico, y supone una revolución de la práctica intelectual solo comparable a lo que fuera la renacentista. Es el retorno al pensamiento complejo, a la necesidad de manejar nuevamente un saber universal si se quiere volver a entender algo del latido del mundo. Donde el papel de los especialistas -aquellos «que saben cada vez más sobre cada vez menos» decía mi antiguo profe de filosofía- deberá ser necesario pero subalterno. Tras siglos de reduccionismo político, el pensamiento ecuménico obliga muestras neuronas a cambiar de ritmo y de modo de funcionamiento. Deberán renunciar al compás soporífero que brotaba del caduco motor de dos tiempos, con su émbolo conservador, su émbolo progresista y una peligrosa tendencia a embalarse para convertirse en reaccionario o apocalíptico. Unas configuraciones vitales e intelectuales cuyo constante involucramiento en la guerra política las redujo a un estado raquítico únicamente basado en emociones primarias, credulidad y odio, simplismo ideológico y antagonismo político.
El pensamiento ecuménico se interesa por la climatología, la geografía, la biología, la agronomía, la etología, la genética, la sociología, la filosofía, por citar algunas de las disciplinas movilizadas. Hay que volver a considerar el mundo como algo de lo que nada se sabe a ciencia cierta, muy lejos de las pasadas certezas y dogmatismos. Nadie se apresure a leer en mi descripción las pruebas de un talante idealista. El propósito, aquí, es puramente expositivo, heurístico como se dice en jerga filosófica. Por supuesto que el mundo está lleno de fósiles, jóvenes y viejos, incapaces de extraerse de las antiguas simplezas, que tratan de instrumentar a todo trance el pensamiento ecuménico y de retrotraerlo al servicio de polvorientas obsesiones. Por supuesto que la tentación más generalizada es la de reducirlo a un dogma simplón y portátil, un nuevo fetiche capaz de estructurar las vidas disgregadas y de proporcionar una nueva brújula a las tropas huérfanas de militancia.
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos», se lee en Mateo 5.3 . Sin duda una de las frases más catastróficas de la historia humana. La invocación a la justicia, a la igualdad, a la libertad ha servido en demasiadas ocasiones para legitimar y redimir las carencias intelectuales y las miserias personales. Esto ya no debería ser posible con el pensamiento ecuménico cuya militancia ideal necesita apoyarse en los baluartes del saber. Aquel militante ya no puede contentarse con ser un santo cretino. Como San Agustín, el portador del pensamiento ecuménico se erige en pregunta para sí mismo. Como él, proclama: “Quaestio mihi factus sum”. Pero la palabra que mejor lo define podría ser la teutónica y heideggeriana “sorge”, en español “cuidado”, en su doble acepción de “cuidar” y de “preocuparse”, ante la precariedad de la vida humana y sus incertidumbres frente al porvenir. Como para Heidegger, “die sorge”, el “cuidado”, se convierte en el necesario modo de ser del hombre en su relación con el entorno y con el porvenir. Una vital atención prestada al «Dasein», al «Ser-ahí», el propio y el del mundo.
Se oye entonces la voz de un lector benévolo: -«¡Diablos! ¡El propio Heidegger! Me convierto a la fe verdadera. Acabaremos en un plis plas con irónicos, sardónicos e incluso sarcásticos de la grey oscurantista». Desengáñese el complaciente lector. Si me deja terminar una disertación témome que algo plúmbea, pocos motivos le quedarán para el entusiasmo.
Recuerdo desde la niñez un chiste particularmente malo. Hasta que descubrí su potencial heurístico: están trabajando dos pintores y el uno le dice al otro, «agárrate bien de la brocha, que me llevo la escalera». ¿Penoso, verdad? Pues ésta es, ni más ni menos, la mejor definición posible de la inteligencia humana. Una estructura puramente autoportante que cuelga en el vacío. La inteligencia humana piensa poder colgar de su propia actividad con resultados tan dudosos como la posibilidad de que el pintor del chiste lograra agarrarse a la propia brocha. La inteligencia humana es probablemente un excepcional error, un accidente o un tumor de la evolución. Las tres palabras son igualmente apropiadas. Es absolutamente innecesaria para la evolución de la especie, sin duda incluso contraproducente. La fe en el triunfo de la inteligencia humana es tan irracional, indemostrable e ilusoria como cualquier otra modalidad de la fe. Mi alegato a favor del pensamiento ecuménico era en el fondo una coquetería aristocrática, el último farol de un hidalguillo feneciente que sabe que tiene el porvenir a sus espaldas. Lo más probable es que ya se esté produciendo una serie de mutaciones adaptativas de donde está emergiendo una nueva especie -aquella a la que pertenece Isabel Díaz Ayuso- encantada con el dióxido de carbono, el ruido y los atascos, de cuyas neuronas se están borrando el recuerdo y la necesidad de los paisajes preservados, de las ciudades a escala humana, del silencio y de una vida acompasada al ritmo de los cuerpos. Como en todo proceso de especiación, pronto se volverá imposible la reproducción entre los representantes de la nueva especie y los últimos ejemplares de la rama moribunda.