El country vienés de J. B.
(Colección Look de Té)
Jorge Bustos
Coincido con Pemán en que el flamenco es el canto de los que no saben solfeo. Puestos a no saber solfeo yo prefiero el rock estatal de estética calimochera, y sabiéndolo, las animosas polcas de la familia Strauss que junto con los saltos bobos del esquí mecen desde Viena la primera resaca del año desde que tenemos memoria, condición que paradójicamente rara vez se da el 1 de enero en nuestro caso, cuando los amigos, en medio de terribles dolores, nos entregamos a llamadas forenses para tratar de reconstruir la noche entre todos. Así las cosas, al objeto de paladear con plena consciencia la exquisitez austrohúngara por cuerda, viento y percusión lo más eficaz es contar con la generosidad melómana de Promoconcert, que debe de ser la única agencia de Barcelona capaz todavía de invitarme a un evento suyo.
Y qué evento: la reproducción a escala en el Auditorio Nacional –nacional de español, que ahora hay que especificarlo todo– del Concierto de Año Nuevo vienés, con un repertorio ceñido al talento genesíaco del apellido Strauss, que eran a la corte de la emperatriz Sissi lo que la familia Iglesias a Miami, para entendernos. Ya tuve el honor de sentirme personaje de Joseph Roth el año pasado y este, además de plantearme si en una orquesta el tipo que golpea esporádicamente el bombo cobra lo mismo que la virtuosa estajanovista del violín, centré la atención en los bailarines de vals, preguntándome si sería capaz de repetirlo en casa con la compañía adecuada. Todo el secreto de la ejecución del vals, a mis ojos, reside en la lisura deslizante de las suelas en el caso de los hombres, que han de girar tan ligeros como el Jackson de Smooth Criminal, y en el umbral de resistencia a la tortícolis en el caso de las mujeres, que deben girar con el cuello ladeado como si portaran una peineta de plomo, “tumbando más que Dani Pedrosa”, en palabras de mi delicada acompañante.
La soprano repetía edición, así que no me cogió de improviso la avaricia de sus pulmones, que consumían solos el 50% del oxígeno del Auditorio. En ocasiones alcanzaba tales agudos que su afiladísimo gorgorito anulaba los esfuerzos de la flauta travesera, y si yo soy el flautista allí mismo me levanto y me voy, indignado.
El director, Aliaksei Shakura, quiso secundar el desenfado navideño que descarga a este tipo de galas de su habitual tiesura y ringorrango. En un momento dado salió a escena con un balón, gesto que celebró uno de sus músicos sacando de no sé dónde una gran banderola del Real Madrid, acto a su vez contestado por otro músico ondeando una del Barça que fue convenientemente pitada hasta que fue rendida. El bueno de Aleksei se asustó al ver el Auditorio mutando a bar de domingo y reanudó el brioso batuteo. Estamos las fieras enjauladas del madridismo para poca música, director.