(Colección Look de Té)
Jorge Bustos
Mi casera, que seguramente no me está leyendo, es una casera prototípica, estirada y hebrea de costumbres que cuando llama siempre es para pedirme más dinero. Cuando su santo nombre se ilumina en la pantalla de mi celular significa, indefectiblemente, que el signo de restar se iluminará en breve en la pantalla del ordenador de mi bancario. Mi casera llama a lo sumo tres veces al año: cuando me retraso en el pago de la mensualidad; cuando me retraso en la transferencia –que no transfusión, por deshacer los equívocos de Carbonero– de la factura del agua; y, en enero, cuando alborea el ejercicio fiscal, para subirme el puto IPC, que no perdona ni aunque le deslice que duermo con bufanda porque ella jamás creyó necesario despilfarrar en radiadores. Nunca se le ocurre llamar para reconocerme la puntualidad de los pagos restantes, del mismo modo que a Cristiano nunca se le elogian tanto los goles como se le reprochan las tres jornadas que alguna vez ha acumulado sin marcar.
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