Amable, cercano y educado, el mejor pivote del mundo
Francisco Javier Gómez Izquierdo
Estoy en un sube y baja entre Córdoba, los Montes de Toledo y la galera con la que procuro la mantenencia, con motivo de antiguas costumbres rurales a las que mi doña está empeñada en mantener en su aldea. La cosa tiene que ver con la Candelaria, tótem de cuarentena matriarcal imposible en ciertos matrimonios modernos, y que también es muy celebrada en Gamonal, mi barrio de la infancia, con el nombre de Las Candelas. Es ceremonia a la que me han uncido con el gran Paco, “la paz del campo”, y con el que el domingo busqué tiempo para ver la final del balonmano.
La tediosa repetición de las justas entre Barça y Madrid han dejado de entusiasmar -a mí, al menos- y ya me da igual lo que pase. Los trofeos son cosa de dos y el resto estamos en otro fútbol. En el fútbol en el que empezamos, hecho de sufrimientos, injusticias... y satisfacciones un tanto jubilares que nos enloquecían cada tres o cuatro años. Además del fútbol crecimos oyendo hablar de Ocaña, Merckx, Thevenet... y luego nos acercábamos a los Pirineos buscando a Arroyo, Delgado y Miguelón. Un servidor vivió en Pamplona a finales de los 80 y con un segoviano conocido de Perico al que poníamos una bandera de Castilla en las curvas del Tourmalet, íbamos de noche a coger sitio como si fuéramos a la conquista de Francia... y al ver hace un rato al antipático Manolo Sáinz, al eterno presunto Eufemiano, y sobre todo a Vicente Belda, que tan frágil y diminuto me pareció en Neila al llegar a mi altura a más de una hora de la tête de la course, y al que no tuve más remedio que empujar como un testigo de atleta hasta el próximo espectador... todo se me va volviendo mentira.
Me queda el balonmano, en España un deporte de raros al que se acercan las multitudes cada dos o tres años y al que incomprensiblemente nadie presta atención. Tengo una teoría para explicar la naturaleza minoritaria de la disciplina, pero hoy no quiero meterme en disquisiciones y voy a quejarme de la decepcionante -para los buenos aficionados- final del Campeonato del Mundo, en la que hubo poco partido y demasiada alegría de tanto público intruso.
“....Como un Cajasur- La Salle”, me cuenta esta mañana un entrenador que estuvo el domingo en Barcelona y es que en balonmano hay encuentros que se sabe lo que va a pasar antes de empezar, otros que se acaban en los cinco primeros minutos... pero un Dinamarca-España es una invitación a disfrutar durante una hora. No fue así y no por que los daneses sean mancos, sino por una especie de hipnosis colectiva inexplicable en estirpe de vikingos. Los espontáneos que vieron la final por la tele y a los que tan fácil pareció la gesta ya han olvidado el título de Campeones del Mundo... y estamos en ese pasado mañana en el que tan abandonado queda el mundo del balonmano español tras cada éxito conseguido.
Una de las mejores cosas que me han pasado ha sido el que mi tierno infante se iniciara en un deporte que se perfecciona entrenando mucho y tirando de disciplina. Como aún creo en los valores del deporte amateur y en los del sacrifico individual, hago propósito de no abandonar a la pequeña secta que en Córdoba sólo vive para el balonmano. Sin cobrar y sin desfallecer. Una secta que ha conquistado para España un nuevo Campeonato del Mundo.
¡Enhorabuena!
Se empieza en alevín y siempre ante gigantes