domingo, 27 de mayo de 2012

Juan Belmonte, la del Montepío

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Belmonte, transfigurándose, cambiando de estatura, de silueta, hasta de color, se borró a sí mismo. Nunca vi más arte puro, más valentía natural, más dominio, más estética. No hubo oropel, relumbrón falso, comicidad. No toreaba para el público aficionado al efectismo, sino para el toro y para él. Ni siquiera creo que toreaba para nadie, me pareció más bien que puso el punto final a la brillante historia de la tauromaquia. Después de esto, nada. No hay más allá

Gregorio Corrochano
Abc, 22 de junio de 1917

Confieso mi flaqueza. Yo me tenía por un hombre sereno, frío, inmutable, ajeno a esa oleada de entusiasmos y rencores que sube del ruedo al tendido y baja barriendo como un mar en resaca del tendido al ruedo. Yo he visto volver fracasados a la barrera, bajo el peso de una acusación unánime, a los más grandes toreros modernos, sin que el contagio del tendido, que rugía iracundo, me arrancase una palabra o un gesto de disgusto. Otras veces les vi volver aclamados y salir a recorrer la plaza en triunfo, y pasaron ante mí, y acaso fuera yo el único que no aplaudiera. Todo eso lo conseguí sacrificando mis propias inclinaciones, dominado mis impulsos, sujetando mi instinto, contrariándome, cultivando la voluntad, en aras de un deber profesional que requiere por los menos esto: serenidad para ver, imparcialidad para juzgar. Siempre creí que el narrador de una fiesta de pasión debe ser dasapasionado, que el comentador de una lucha de bandería no debe pertenecer a ningún partido. Jamás creí que yo, que tantas pruebas tengo dadas de serenidad, pudiera perderla. Confieso mi flaqueza: ayer Belmonte me hizo perder la serenidad. Por primera vez en mi vida he sido uno de tantos en el tendido. Yo, que tantas veces conseguí dominarme a fuerza de una ruda gimnasia de la voluntad, ayer, en un supremo esfuerzo, se me saltaron los tendones y los nervios, y, perdido ya el dominio sobre mí, caí como un guiñapo en el tendido, y fui uno más, uno más a dar gritos, a llevarme las manos a la cabeza, a perder la serenidad. Lo confieso a fuer de hombre sincero y lo confieso sin rubor, seguro como estoy de que en el mismo pecado está la absolución.
Veréis el proceso de esta corrida, desde la más medrosa vulgaridad hasta lo más inverosímil. Vamos a hacer el milagro de narrar lo inenarrable.

Juan Belmonte no es un torero. Es un símbolo. No se le puede definir, no se le puede catalogar. Todos los toreros, desde los más altos a los más bajos, desde los padres de la tauromaquia al último aprendiz, están perfectamente definidos y juzgados, por relación, por comparación, que es el procedimiento para establecer apreciaciones y categorías en todas los aspectos de la vida. Desde la temperatura que referimos al grado cero como punto de partida, hasta el sistema métrico decimal, para lo que recurrieron los hombres al cuadrante de un meridiano, todo en la vida gira alrededor de estados comparativos. A los toreros modernos para juzgarles se les ha buscado como patrón medida Lagartijo y Guerrita, que han llenado dos épocas del toreo. Y así decimos, aceptando una graciosa hipérbole, muy gráfica y expresiva: la estatura de Joselito es la de tres Guerritas empalmados y Lagartijo por montera. ¿Y a Belmonte, con quién se le compara? ¿Cuál es la medida tipo para calcular su estatura taurina? ¿Cuántos Guerritas tiene? Y si no llega a él, ¿qué parte alícuota le corresponde? Es inútil que os canséis en pensarlo, tan inútil como si quisierais agrupar cantidades heterogéneas. Belmonte no tiene más patrón que Belmonte. No tiene precedentes; a él mismo, pues, tenéis que recurrir para su estudio comparativo, y como nosotros somos los primeros convencidos, a él recurriremos para juzgarle en la tarde de ayer. A Belmonte le mediremos con Belmonte, con aquel del 2 de mayo, con aquel de la corrida de Beneficencia, fechas que nadie creía que pudiera borrar ni Belmonte mismo, hasta que llegó la tarde del 21 de junio. Fue su tarde de más angustia y de más júbilo; nunca le vi tan cerca del fracaso ni subir con más aceleración la cumbre del éxito. Cuando salió el sexto toro, Belmonte estaba despedido de la plaza de Madrid. ¿Como el Gallo? Peor que el Gallo. Sin odios, sin rencores, sin pasión, con algo peor, con indiferencia. El público había prescindido de él en el tercio de banderillas del quinto toro; al calor de unos pares de Joselito y Gaona, nacía una nueva competencia de la que se apartaba a Belmonte como cosa gastada, de la que ya no se espera nada.

De los seis toros lidiados, dos de Gregorio Campos, uno de Salas y tres de Concha y Sierra, salieron dos toros ideales para el torero: el primero y el último, ambos de Concha y Sierra. Gaona, con esa falta de tino y medida que tiene para su faena de muleta -Gaona no tiene más que un faena, a todos los toros los torea igual- no sacó ningún partido de aquel primer toro, que a todo se prestaba. Un pase, otro, otro, ¿hasta cuándo? A nosotros nos da en muchos toros, y éste es uno de ellos, la sensación de que Gaona torea hasta que se le cansa la mano. No torea para el toro, torea porque sí, porque hay que torear antes de entrar a matar. Y así el toro se aburrió, gazapeó, y la faena pecó de sosa, de lánguida, de monótona, con lo bonito y eficaz que es torear poco, preciso, justo, ni un pase más ni uno menos, hasta el límite, Un pinchazo que no me gustó y media estocada buena. Al público en general le gustó y le hizo dar la vuelta al ruedo. El toro era suave, templado, pastueño, inofensivo.

El segundo, chico, con pocos pitones, flojo, mansito, también era de Concha y Sierra. ¿Cómo eran los desechados, si ha pasado esto? Después de un gran par del valiente Sánchez Megías, Joselito, a quien recibió el torillo coceando, dio tres o cuatro pases de maestro, con lo que sujetó y dominó al animalucho, que se disponía a huir; luego, sin quitar el trapo de la cara, toreó por delante, tirando el torillo muchas cornadas. Cuando arrancó a matar volvió el toro la cabeza y al sentir al torero hizo mucho por él, metiéndosele debajo. Gallito le vació muy bien y le dio una estocada hasta la mano, un poco delantera. Y salió el tercero, un hermoso buey de Campos, largo, hondo, basto, con la boca hasta el suelo y una cara muy seria de toro antiguo, como esos toros de las láminas de la lidia vieja. Con un poder asombroso tiraba caballos y picadores en formidable caída. Y todo sin recargar, saliendo huido; si este toro aprieta, no hay caballos ni picadores para él. Pedrín queda estribado en una de estas caídas, y entre el golpe y las coces del caballo pasó a la enfermería con distensiones y conmoción visceral. Belmonte no quiso verlo, ésta es la verdad; se consideró impotente para luchar con aquella mole y no lo intentó; hizo mal; el toro era manso y poderoso, pero no de sentido, y si se confía lo torea, contando con su magnífica muleta; pero hizo todo lo contrario y resultó como tenía que resultar, atropellado y desarmado en cada lance.
Estuvo hábil con el estoque, porque le bajó mucho la muleta, y cobró media estocada delantera y luego descabelló.

Manso también, aunque de menos poder y menos bronco, fue el otro de Campos que le tocó a Gaona. Se hizo con él en los primeros muletazos, y luego, nada, perdió la confianza y, con ésta, el dominio. Este toro era de engañabobos, de los que no se traen más que aparato y, por lo tanto, proporcionan un gran éxito a los lidiadores que saben de estas cosas y ven que el toro no es lo que parece. Gaona no lo vio o no quiso verlo. Con el estoque se fue a los bajos. En el quinto, de Salas, por substitución de un campos lisiado, ofreció José los palos a Rodolfo, y aquí empezó la expulsión de Belmonte.

El público, como si por primera vez asistiera a los toros, pedía que también banderillease Belmonte, y al ver que ambos excelentes banderilleros ponían sus cinco sentidos en el empeño de su cometido, salieron voces de “los dos solos”, “los dos solos una tarde”, con lo que Belmonte quedaba descartado. No es que no estuviera muy bien esta combinación de los dos solos una tarde, sería una corrida interesantísima; pero pedido así, en presencia de Belmonte, tenía todo el carácter de una expulsión, como si en la tarde de ayer el único que estorbara y quitara interés a la fiesta fuera Belmonte. El pobre Juan, que no aprendió a banderillear porque hasta ayer creyó que no le hacía falta, veía cabizbajo y encogido cómo arrancaban ovaciones aquellos toreros más listos y hábiles que él, que, pobre de facultades, no podría, aunque quisiera, llegar con un par a la cara de los toros. Y así vio a Gaona llegar paso a paso, presumiendo de tipo, recreándose con un par, que, si levanta los brazos al clavar, yo anotaría como el mejor, por lo que saboreó la suerte, hasta que llegó, chocó los palos -esto es feísimo-, perdió un tiempo y adelantó los brazos horizontalmente. Con valentía, en terreno comprometido, puso otro desigual. Joselito puso otros dos, el segundo, para mi gusto, el mejor de los cuatro, porque hubo recreo en la suerte y metió los palos perpendicularmente, de arriba abajo, no de atrás adelante. Y puesto que de banderillas se habla, pongamos a Magritas al lado de los maestros, ya que, a pesar de ser subalterno, puso al sexto toro un par mejor que estos cuatro; paró más, dejó llegar más y quedaron los dos palos, en los que salvó apoyado, como astas de bandera. Este toro llegó a la muerte sin vista, y Gallito no pudo sino aliñarlo y matar de dos estocadas delanteras. ¿Cuándo te va a salir un toro, niño? “Suerte que tié uno”, dirá Gallito.

Y salió el sexto, y hubo quites divinos. Belmonte dio sus mejores recortes; Gaona, su mejor lance con el capote a la espalda, y el pecho entre los pitones, y José, dos lances suaves, lentos, largos, interminables, mejor aún que su compañeros. El tercio de quites más bonito de la temporada. Y allá va Belmonte, pobre torero, descartado de las grandes combinaciones porque no sabe banderillear. Se fue al toro, dolorido, sangrando, comiéndose las lágrimas, y acaso preguntándose: ¿Pero es que ya no soy nadie?, ¿no tengo historia?, ¿no he hecho nada en el toreo? ¡Si yo creía que en la última corrida que toreé en Madrid, en la de la Cruz Roja, había hecho algo! ¡Si a mí me parece que tuve mi tarde más completa! ¡Si yo creí que había toreado como yo sé torear, y hasta que había matado como no se acostumbra a matar, a un toro que tenía el peor defecto que puede tener para un matador, que es desarmar! Pero esto ¿no fue una realidad? ¿Fue un sueño? Lo que fue un sueño fue lo de ayer, Belmonte. Con la mano izquierda giraba en un pase natural, los pies clavados, la cintura rota, y al rematar cogía al toro antes de abandonar los vuelos de la muleta y se lo pasaba al otro lado con un pase de pecho, más artístico, más valiente que el natural, y así, alternando estos dos pases admirables, base de todo el arte de torear, el torero creciéndose, superándose, mejorándose a sí mismo en cada lance, toreando hiperbólicamente, como nunca le vimos torear, hizo la faena justa, precisa, como la soñaban los grandes maestros. El toro, noble, suave, pequeño, se prestaba a ello. No decimos esto para restar mérito, sino para completar los elementos de juicio, que siempre creímos que en estas cosas tanto debe poner el torero como el toro, y todos los toreros no saben aprovechar los toros; si alguien lo duda, le remitimos al primero de esta misma corrida. Aquí fue cuando perdimos la serenidad. Nunca sentimos emoción igual. No emoción en el sentido de temer un percance, no; cuando se torea así, el primer deslumbrado y el primer sometido es el toro. Dio un gran pinchazo y media estocada superior, entrando a matar con estilo. Muérete, torito, muérete ya. ¿Qué esperas? Mira que después de esto no debes admitir un pase más, que desde que hubo toros ninguno alcanzó honor igual al que acabas de alcanzar. Anda, muérete. Pero no se quiso morir, y en vista de esto Belmonte le descabelló. Los que antes gritaban a Gaona y Gallito, descartando a Belmonte, “los dos”, “los dos solos”, se echaron al ruedo y le dieron una vuelta en hombros. La gente hablaba, hablaba, hablaba, no podía ni aplaudir, ni pedir la oreja, ni nada; aquello se había salido de lo corriente, y de lo corriente se salía también la forma de admiración y entusiasmo.

Belmonte, transfigurándose, cambiando de estatura, de silueta, hasta de color, se borró a sí mismo. Nunca vi más arte puro, más valentía natural, más dominio, más estética. No hubo oropel, relumbrón falso, comicidad. No toreaba para el público aficionado al efectismo, sino para el toro y para él. Ni siquiera creo que toreaba para nadie, me pareció más bien que puso el punto final a la brillante historia de la tauromaquia. Después de esto, nada. No hay más allá.

¡Cuánto siento tener que volver a los toros! ¡De qué buena gana me retiraría del tendido, para que otras tardes no vinieran a enturbiarme la visión que tengo de esta faena! Y cuando cruzara la calle de Alcalá a la hora de los toros, yo me acordaría de esta tarde, y cuando la gente me hablase de toreros que hicieran prodigios con la muleta, yo les contestaría maquinalmente: “¡Ah, sí, Belmonte! ¡Juan Belmonte!”

LAS TAURINAS DE ABC
EDICIONES LUCA DE TENA, 2003

 
Juan Belmonte y Rafael el Gallo