viernes, 25 de mayo de 2012

La concesión de orejas y las vueltas al ruedo

 
En el sexto toro, Belmonte sorprendió con una de aquellas faenas de su primera época, las de “así no se puede torear”. En la plaza se emocionó hasta la bandera, que tenía otro aire: el toro cayó muerto de una estocada baja. La muchedumbre se arrojó al ruedo y entre gritos y vítores subió los hombros a Belmonte, que llevaba en una mano la oreja del toro. Se discutió mucho en tertulias y periódicos acerca de la legitimidad de la oreja. El presidente de la corrida publicó una carta en la que aclaraba que él no había concedido la oreja, porque mató de una estocada baja. Así se hilaba entonces en la plaza de Madrid
 
Gregorio Corrochano
Abc, 8 de junio de 1955



Cuando el 2 de octubre de 1910 caía muerto en los medios de la plaza de toros de Madrid el toro Carbonero, de Concha y Sierra, y el público se puso en pie, y con unánime emoción pidió la oreja, y el presidente, D. Lázaro Martín Pintado, la concedió a Vicente Pastor, qué ajenos estábamos de la severa costumbre que rompíamos, del precedente que sentábamos y de la confusión abusiva que creábamos en las corridas de toros. Era la primera vez que Madrid cedía a una costumbre provinciana; hasta entonces se había defendido de conceder orejas y de tocar la música cuando banderilleaban los matadores. Nadie se acordaba ya de que por el año1874 se le había dado la oreja al gitano Chicorro, un torero mediocre, que hizo una faena completa, desde el salto de la garrocha, en lo que era especialista, hasta la estocada, al toro Mediasnegras, de Benjumea.

    Digamos en descargo de quienes la pidieron y del concejal que la concedió que en el toro Carbonero y en la faena de Vicente Pastor concurrieron circunstancias singulares. El toro era manso, nervioso, reservón y de sentido; hubo que foguearle. Vicente Pastor, en los medios, a donde el toro se emplazó, se mostró valeroso y maestro, en pases soberbios y obligados, que dominaron al toro. Desde el primero hasta el último pase, se le dio en el mismo terreno, (en un palmo de terreno, decíamos cuando esto acontecía y dábamos importancia a ligar las faenas). Y allí mismo, donde le dio el primero y el último pase, con guapeza de matador de toros, entró derecho y hundió todo el estoque en la herradura -sitio de la muerte- y el toro rodó a sus pies. “¡Frascuelo!” -gritó un viejo que había conocido a Salvador-; los que no le conocimos, nos dimos cuenta de lo que era una faena completa de Frascuelo. No sé lo que pasó, pero la plaza tuvo una vibración antigua y nueva. Y buscó una distinta manera de aplaudir, y pidió la oreja.

    El marqués de Tablantes tuvo el acierto de recoger en un volumen datos sacados de las cuentas de la Maestranza de Sevilla, de lo que resultó una historia objetiva del toreo entre los años 1730- 1835. En las cuentas se lee el detalle de los gastos y los ingresos, y de vez en cuando, al ajustar las cuentas de José Cándido, Pepe-Illo, Costillares, Pedro Romero y otros, se ve que al sueldo de los matadores se añade un número de toros que les concede a manera de gratificación el teniente asistente de la Maestranza, en atención a lo bien que se han comportado. Les regalaban el toro en que habían sobresalido. Queda establecido este premio y, andando el tiempo, nos encontramos con unas famosas ferias de Valencia (año1876), en las que Lagartijo y Frascuelo habían de despachar, mano a mano, tres corridas de ocho toros, de D. Justo Hernández, de la viuda de Muruble y de Aleas. No pudo ir Lagartijo, se le sustituyó por Antonio Carmona el Gordito, ya muy viejo, que fue cogido e inutilizado en la primera corrida y se quedó solo Frascuelo con los 16 toros restantes. Le dieron a Salvador seis toros; a los gritos del público: ¡que se lo den! ¡que se lo den!, con lo que le aclamaban a la muerte de esos seis toros. Y dice una nota de Bleu, seudónimo de Borrell, en su libro Antes y después del Guerra: “Entonces, la concesión del toro, acompañada del consabido corte de oreja, representaba para el matador agradecido algo más que un honor, pues se le gratificaba no sé si con la mitad o el tercio del importe de la carne. Podía además disponer de la cabeza.” Conocido el rumbo de Frascuelo y de los toreros en general, se puede afirmar que la carne del toro la regalaban a los hospitales. En alguna parte hemos leído esto concretamente.
    
Detengámonos en lo que el premio de la oreja del toro significa. Si desde las cuentas de la Maestranza hasta Frascuelo lo que se concede es el toro, en los primitivos de una manera real para aumentar la exigua soldada, y en los modernos de una manera simbólica, porque no lo necesitan, ¿no es absurda la costumbre de darle el toro pedazo a pedazo, una oreja, dos orejas, el rabo, una pata, cuando con una oreja lo que se le concede es todo el toro? Esto debe tenerlo en cuenta el público, y más, los presidentes de las corridas. El público debe saber que cuando a un torero le ha dado una oreja, le ha dado todo el toro, y ya no hay más; y el presidente, al otorgarlo sacando a su vez el pañuelo, ha concedido lo que el público pide, y que él y el asesor creen que el torero se merece. Lo otro es una redundancia que da lugar a discrepancias inútiles entre el público y el presidente.

    Estos matices que se quieren marcar con el número de orejas y con el rabo, pregonan criterios diversos y no muy firmes en la concesión. La oreja debe ser un premio excepcional, en el que se tenga en cuenta el toro, como se tuvo en cuenta en el caso de Vicente Pastor, en el que deben jugar las condiciones del toro, la manera de lidiarle, la faena de muleta y el modo de hacer la suerte de matar. Que se han  dado orejas por estocadas atravesadas asomando la punta del estoque. No se debe dar nada más que una oreja, en un toro logrado completamente, muy toreado y muy bien matado. Y si el torero ha estado bien pero no se ha merecido la oreja, palmas y palmas, y vuelta al ruedo, pero nada más. En esto de la vuelta al ruedo, creemos también que con una hay suficiente, porque más perturba y retrasa la corrida; y aún podría abreviarse si en vez de dar la vuelta, se situara el espada en el centro del ruedo, y desde allí, girando lentamente para dar frente a todos los sectores de la plaza, saludara al unánime entusiasmo. Pero, en fin, no queremos poner tasa, ni a la campechanía del que quiere compartir su bota, ni a la aficionada que lleva preparado un bonito ramo de flores, ni a la que sabiendo dónde le aprieta el zapato, aprovecha la ocasión para tirarlo al ruedo.

    Referencia. Gallito y Belmonte se juntaron  por primera vez en Madrid un 2 de mayo. Con ellos vino El Gallo de hombre bueno -de hombre bueno y de buen torero-. En el sexto toro, Belmonte sorprendió con una de aquellas faenas de su primera época, las de “así no se puede torear”. En la plaza se emocionó hasta la bandera, que tenía otro aire: el toro cayó muerto de una estocada baja. La muchedumbre se arrojó al ruedo y entre gritos y vítores subió los hombros a Belmonte, que llevaba en una mano la oreja del toro. Se discutió mucho en tertulias y periódicos acerca de la legitimidad de la oreja. El presidente de la corrida publicó una carta en la que aclaraba que él no había concedido la oreja, porque mató de una estocada baja. Así se hilaba entonces en la plaza de Madrid.

LAS TAURINAS DE ABC
EDICIONES LUCA DE TENA, 2003