miércoles, 30 de mayo de 2012

Evocación de Joselito

Ignacio Sánchez Mejías con Gallito

Yo nunca vi torear a Joselito; por eso he tenido que inventarme en Talavera esta crónica de su cogida. Recuerdo únicamente, a raíz de su muerte, un “cine” al aire libre, entre los árboles de La Granja, explicado por un hombre con puntero, quien , tras la película cómica, nos proyectó una de sus faenas de muleta, con ese nerviosismo y ese diluvio de rayas de los “cines” antiguos. Y también a mi padre leyendo por la Casa de Campo, en el coche de los caballos del Círculo de Bellas Artes, los pormenores de la cogida

Agustín de Foxá
Abc, 20 de mayo de 1945

Sería igual que hoy aquella tarde, ya lejana de veinticinco años, cuando Joselito entró alegre en su cascabeleante jardinera de “bodas y bautizos” gritando “!Vivan los novios!” por las calles polvorientas de Talavera de la Reina.

Aquí está el ferial, con sus rumiantes bueyes arrodillados; las mulas oscuras de la labor, unos cerdos entre los gigantones de cartón del “circo”, con su lona y cordaje de navío en tierra: los puestos de caramelos de menta o frambuesa para los paletos; las barcas verbeneras; los lanudos caballitos enanos con su anuncio: “Esta tarde trabajo en la pista”, y el hombre con zancos con su bocina por los soportales de la lluvia provinciana donde hay comercio de telas de hábitos morado y guarnicioneros de asnos de pasta enjaezados, olorosos a cuero, a cuerdas y varas de fresno.

Unas gitanas, dormitando a la sombra de los trillos recién pintados, apoyados en los árboles con sus afiladas piedras como una panoplia de puntas de flecha primitivas. Y tenderetes de anís; el sifón débil de los pueblos, el hielo sucio para la cerveza, entre la algarabía, las voces, el organillo y el tiro al blanco. Y cerca del parque, la verde cuba municipal de riego, tirada por una mula, apagando el polvo en su peine de agua. Almuerzos en hoteles y fondas y los prospectos rosas de papel de aleluya, de corrida volando entre los miradores de Talavera: “Seis hermosos toreros de la viuda Ortega. Espadas: José Gómez (Joselito) e Ignacio Sánchez Mejías”.

Por la plaza, los campesinos de ancho sombrero de terciopelo con alforjas de vivos rojos; los tratantes, de luto, con sus bastones en forma de porras; las confiterías de mazapán toledano y en los balcones, esas familias tristes que no van nunca a la corrida y ven con dolor a los “autos” de Madrid, que vienen a robarles su único día de feria, ganado por ellas en lentos meses de lluvia y aburrimiento.

Hemos venido a ver torear a unos toreros modernos, que viajan en avión y curan sus heridas con sulfamidas, y, sin embargo, al cabo de un cuarto de siglo, parece que va a torear Joselito, porque de él se habla todavía en las calles y en las casas de comida...

Algunas cosas, muy pocas, han cambiado. El Hotel Europa, donde almorzó, es hoy una tienda de tejidos.

-De aquí salió -nos dicen- para ir a la plaza. Iba vestido de grana y oro. Algunos dan detalles. Dicen que comió una paella. Él y sus amigos estaban alegres -afirman-. Habían venido en el tren gastando bromas por los pueblos.

Y hay también la leyenda de la disputa de José con un camarero que le echo una maldición:

-¡Así te mate un toro está tarde!

¿Qué amigo, culto o curioso, de José bajó antes de la corrida a la Virgen del Prado a contemplar los azulejos de un azul desvaído, de loza, con sus apóstoles con serpentinas de palabras latinas saliendo de sus bocas y el oscuro monje del sepulcro de la entrada con su cabeza y su mano de alabastro carcomidas de pasar tantas manos piadosas para santiguarse?

La plaza está adosada a la iglesia. La conocéis. Es La Puebla del Cañaveral del Currito, de Pérez Lugín, donde Romerita finge la muerte de Joselito y el poeta Anaya dobla fúnebremente las campanas, y las sombras de los paletos velando el cadáver, y el caballo despanzurrado bajo la luna.

Así debió ser. Con este sol, con esta misma luz sobre la cúpula de un gris verdoso, con la fachada rosada y la enlutada cornisa de vencejos y el nido de zancudas cigüeñas junto a las campanas. Sobre el toril, la verde mancha charolada de los civiles, y contra el cielo con nubes blancas, las cabezas campesinas del público de sol con los paraguas para las lluvias de la sementera abiertos a modo de sombrillas, y bajo el arco de ladrillo oscuro, el plantear escamas y la gamuza con sangre seca de los picadores.

La mitad de este público ha visto morir a Joselito.

-¿Usted lo vio?

-¡Claro! Tengo cuarenta y siete años y he vivido siempre en Talavera; allí cayó, junto al dos: al arreglar la muleta se le arrancó; lo tiró al centro del ruedo; Sánchez Mejías no vio la cogida porque estaba entre barreras, tomando unas copas con unos amigos; saltó como un loco a la arena.

-Mi padre estuvo en la enfermería -se pavonea otro-; vio la herida con la fresca sorpresa de unas entrañas verdosas, el sudor y las lágrimas de la agonía.

Luego, la noche. Los “autos”, todavía imperfectos, de Madrid, con muchos pinchazos y averías, (los ingenuos “ autos” de nuestra niñez, que coronaban Perdices a cuarenta), que llegaban con aristócratas, banqueros, cronistas taurinas y fotógrafos.

Habían llegado los telegramas a “Maxim´s” y al “Regina”. Se había comentado con incredulidad la desgracia a la salida del Reina Victoria y en el “hall” del Palace. El “Caballero Audaz” escribía su folleto y Capúa guardaba en su objetivo la silueta hinchada de José, con su perfil exangüe de moneda, bajo la manta tosca con rayas rosas y entre los cirios encendidos de la enfermería.

Con Joselito se fue un trozo de la España alegre y graciosa de la otra guerra. Un público de albañiles en Sol y señoritos con cuello alto y sombrero de paja en la sombra. La reina, de corto, en la feria de Sevilla, y el estreno ceceante de los Quintero.

Yo nunca vi torear a Joselito; por eso he tenido que inventarme en Talavera esta crónica de su cogida. Recuerdo únicamente, a raíz de su muerte, un “cine” al aire libre, entre los árboles de La Granja, explicado por un hombre con puntero, quien , tras la película cómica, nos proyectó una de sus faenas de muleta, con ese nerviosismo y ese diluvio de rayas de los “cines” antiguos. Y también a mi padre leyendo por la Casa de Campo, en el coche de los caballos del Círculo de Bellas Artes, los pormenores de la cogida.

Hace poco he visto su tumba, en Sevilla, bajo ese sol maravilloso del cementerio de San Fernando, que hace más espantosa a la muerte. Bronce gitano y mármol exangüe de Benlliure sobre su reposo. A su lado, fiel, Sánchez Mejías. Es decir, el cartel sonrosado de papel de aleluya, volandero entre los miradores de Talavera ya bajo tierra.

¡Qué difícil era en la oscura cima de su fosa, evocar sus trajes de grana y oro y sus rizadas banderillas, y el aplauso, y el busto de las mujeres tras el capote de lujo de las barreras!

Había llovido la noche anterior sobre la tumba de Joselito y en la O de bronce de su nombre quedaba un poco de agua, coloreada por el cielo.

LAS TAURINAS DE ABC
EDICIONES LUCA DE TENA, 2003