Erasmus en el 6, ayer, de Las Ventas
Jorge Bustos
Cuando todo se desmorone, como parece que está a punto, nos quedarán
–espero– El Retiro y los niños escolares partiéndose el abdomen sobre la
barandilla del estanque, avizorando entre gritos un géiser diminuto, el
burbujeo esperadísimo que preludia la emergencia de uno de esos peces
madrileños, glotones y contaminados. No creo que nos quiten eso también,
aunque vaya usted a saber si a los alemanes les gustan los peces,
devorando como devoran las salchichas, y si a los mercados los niños,
asfixiando como asfixian a sus padres.
Paseando por el paseo de Carruajes hoy flanqueado por las oferentes
hileras de la Feria del Libro, los mostradores de las casetas se nos
abren en sucesión irresistible, prometiéndonos gozosas horas de
solitaria lectura a cambio del tiempo y del dinero que no tenemos. Los
libreros nos hieren de culpabilidad abatiendo los ojos entristecidos si
devolvemos finalmente un volumen largamente hojeado. Con todo, nos
demoramos en tal ejemplar de Chaves Nogales, releemos las solapas del entrañable clásico de Bernhard, preguntamos por algo de Thompson o Schulberg...
Y en esas el altavoz toca a rebato por la mesa redonda sobre
“Literatura y activismo” –valga el oxímoron– a cargo, entre otros, de Nacho Escolar y Belén Gopegui, que es en realidad a lo que habíamos venido.
Me dirijo a la carpa aludida y en la puerta encuentro al mismo Escolar el Chico, según le llama su archienemigo Esteban –porque hay un Escolar el Viejo, que es su padre–, oteando una potencial clientela de activistas, descartando para las filas de su amanecer engagé a los metrosexuales de torso corito que pasan haciendo su running
apolíneo, solar y descerebrado y se preguntan mientras trotan quién
coño les habrá plantificado tanto libro en mitad de su recorrido
matutino. Me meto en la carpa, tras de mí ingresa una veintena sucinta
de curiosos, me ponen El País en la mano y Gumersindo Lafuente presenta a los ponentes. Yo miro a Nacho, cuyos ojos, mientras Lafuente
lo presenta como el periodista-activista fetén, se abstraen
modestamente por encima del auditorio y pendulean sin cesar de un lado a
otro como la lucecita roja del coche fantástico. Empieza un tal Antoni Gutiérrez Rubí, gafapasta alfa, que dice que medios y políticos han perdido su “centralidad protagónica”. Luego habla Gopegui,
una rareza, boina jamaicana y cabellera nívea como de niña de la curva
ya crecida, y una de las pocas novelistas ortodoxamente castristas que
quedan en el catálogo de Anagrama.
—La escritura o justifica el mundo o busca transformarlo. No hay término medio —sentencia Gopegui,
olvidando que las revoluciones a las que aspira la literatura persiguen
la expropiación de ideas y no de bolsillos, y que las más numerosas y
patéticas justificaciones de la atrocidad reglamentada salieron de las
plumas estabuladas del realismo social.
Toma la palabra Escolar, el Gramsci de Torresandino al decir de Ruiz Quintano,
un hombre afortunado que llegó a director de periódico saltándose el
purgatorio del becariato. No podemos estar más conformes con su primera
alocución:
—El periodismo se ha amparado durante mucho tiempo en la trampa de la objetividad.
Y es tan cierta esta premisa igualitaria como la pretensión natural
de superioridad ideológica y ética con que se conduce Escolar en
adelante. Encadena datos, denuncias, símiles, ejemplos y noticias como
un hechicero sioux aventando señales incombustibles del humo de la
opinión, llevando a cotas de sacramentalidad insospechada la gran
liturgia mediática de la tertulia. Nacho Escolar es el tertuliano perfecto, insomne, ubicuo, capaz de tuitear y conferenciar a un tiempo; es a la raza tertuliana lo que Iván Drago, el coloso albino de Rocky IV,
a la raza soviética. No es posible diseñar genéticamente un tertuliano
más imperfectible que Nacho Escolar. Él no incurrirá en declaraciones
adanistas, de un naïf sonrojante, como su compañera de mesa Adela Cortina, que cita a Ende para quejarse de que la nada esté engullendo el reino de Fantasía porque las personas han dejado de soñar. Nacho
es mucho más prudente que eso y no tiene reparos en elogiar el modelo
de transparencia vigente en la democracia yanqui, con todo su
imperialismo a cuestas, oigan.
El bar del activismo lo empieza a cerrar Gopegui
reconociendo que las redes sociales no son sino ecos populares de lo
programado en los medios tradicionales a propósito de los poderes
convencionales. Y así será siempre, porque no existen comunidades
enteras de abejas reinas. Ni conferenciantes de izquierdas sin el
patrocinio de un banco.