1995
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Enfrascados, como andamos, en la lectura cotorruela de las cartas de Pablemos a la Belleza y de María Soraya a la Hermenéutica (¡qué “Carta atenagórica a Pachi López”, la suya!), se nos ha muerto, como del rayo, Fernando del Diego, el penúltimo barman, procedente de Chicote, donde aprendiera las diez obligaciones del barman: respetar y querer al cliente sobre todas las cosas, no utilizar jamás su nombre sin previa y expresa autorización, venerar sus gustos, honrarle en presencia y ausencia, no darle de beber con exceso, no ser molesto por acción ni por omisión, no cobrarle sino exactamente lo que bebiere, no hablar de él sino lo preciso y cierto, no desear los caprichos amorosos que tenga y no envidiar su posición y bienestar.
Porque el mundo bebe (bebía), y el barman viene (venía) a ser el padrino de tu libertad condicional en la ciudad, como aquél de “Pasión de los fuertes” que, al preguntarle Henry Fonda si alguna vez estuvo enamorado, responde:
–No lo sé. Yo siempre he sido camarero.
El mundo bebía, dice Chicote, por refrescar, por gustar de buenas bebidas, por fastidio, por hábito, por olvidar, por estimular el apetito, por necesidad, por vicio, por golosina, por alimento, por política, por obligación, por amor, por placer o por… por presumir de hombre.
De los 80 en el “Balmoral” de Ángel Jiménez y en el “Gitanillos” del grande Laureano (aún cada mañana, a paso de costalero del Gran Poder, con mucho frote de zapatillas, recorre el mercado de la Paz) pasamos a los 90 en el “Del Diego” de Fernando, con quien urdimos un cóctel (¡en carta!) de homenaje a la masculinidad final de Clint Eastwood en “Unforgiven”, el “Sin perdón” (tres medidas de bourbon, una medida de Calvados, gotas de Cynar, hielo frappé, cáscara de limón y copa muy fría) que hubiera derribado al Indio Fernández.
Al bar actual le falta, como a la amistad (reducida a un canje infantil de negritas, como si fueran gusiluces, en los periódicos), conversación.