Se echó la bola demasiado larga para el regate, concediendo espacio y tiempo a mi anticipación. Le gané el sitio y coloqué la pierna derecha entre el balón y su empeine. Pero él no creyó que yo llegaría y quiso finalizar la jugada: por su parte, no había corrido hasta allí para nada, así que golpeó a puerta con toda su alma. Alguien conectó entonces un hilo de cobre con el generador de Garoña y la corriente, detonada a la altura del gemelo, relampagueó hasta mi cerebro y allí se puso a circular de sien a sien como la lucecita del morro del coche fantástico, donde el rojo significa dolor. Me ovillé sobre el césped gimiendo y girando como si lo fueran a prohibir en el próximo Consejo de Ministros. Mi involuntario agresor se asustó enseguida, aunque no tanto como yo. Al ver que la lucecita no se avenía a cesar en su parpadeo, y que el intento de pisar era contestado ipso facto con un ruidoso estallido de fuegos artificiales rodilla abajo, requerí a un compañero por muleta hasta que pudo dejarme en un taxi rumbo a la Fundación Jiménez Díaz. Una vez allí, brincando sobre la izquierda alcancé el mostrador:
—Acaban de partirme la pierna. Qué hago.
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