A . B.
HughesCuentan que la supermodelo Elle MacPherson lo deja con su pareja porque sigue enamorada de su ex. Una tuitera decía ayer que ella no tenía ex, sino next, pero Elle parece que sí tiene esa debilidad. El maromo en cuestión es un tal Arpad Busson, de profesión millonario suizo. Yo creo que la suiza en realidad es una categoría que se adquiere, una nacionalidad emérita. A suizo se llega. Busson es un cruce entre el cantante Lorenzo Santamaría y Rosauro Varo, que viene a ser un Arpad Busson chiquitajo y sevillano relacionado en el papel cuché con Amaia Salamanca.
El bueno de Arpad, al que le pueden ir quitando lo bailao, vive sus días con Uma Thurman, como si hubiera sustituido la salud poco romántica de Elle por la complejidad de mirada de la actriz y no sabemos si está psicológicamente preparado para salir con una mujer de menos de metro ochenta. Uma, que bailó el rock flemático y yonqui con Travolta y luego fue la actualización feminista de Tarantino, espera una criatura del señor Busson y resulta normal que el mundo cosmopolita y cordial esté en vilo por saber si Elle seduce al suizo y rompe un hogar en plan mala de culebrón, si afronta una temporada de soledad, mojito y depresión en algún yate discreto, “centrándose en su profesión aunque sin cerrar puertas al amor” o si ante el tintineo diamantino de las aguas pijas decide iniciar una madurez Zsa Zsa Gabor, porque la picadura de la mosca Zsa Zsa es la estrella que cae en el serial wedding, y si es fumando un puro, mejor, como nuestra Sara Montiel, que no tuvo en realidad tantos maridos, pero que miramos como a una mantis nicotínica porque al morder cada puro que se fumaba parecía que estaba haciendo la muesca de otro cónyuge. No parece, sin embargo, que Elle vaya por ahí porque las supermodelos destacaron por su equilibrio perfecto entre lo profesional y lo familiar, trasladando lo áureo de su figura, su divina proporción, a la vida privada.
Las piernas de Elle fueron la espiral por la que bajamos los años noventa y estuvo en nuestros posters como nuestra Che Guevara. Con todo, Zsa Zsa Gabor me atrae porque además de ser protocelebrity es la negación menopaúsica, el vitalismo tetónico y glandular, el expresionismo de la femineidad, un poco como Carmen de Mairena, que con sus ripios apócrifos en Twitter y una exageración de rasgos sexuales propia del arte rupestre -envejecer es que le explote el airbag en la curva de los años-, le quita a los hombres su fantasía pin-up llevándola al absurdo. La posmodernidad, antes de morirse en la crisis, nos ha dado una mujer barroca y ubérrima que lleva lo sexual a un feísmo camp, desfreudianizándonos a todos.
En esta semiótica popular, Arpad Busson, un poco ajeno él, tan suizo, cuando pasea del bracete de sus mujeres, está paseando algo hermoso, robusto, inalcanzable y dorado y un tipo de perfección femenina que se rompe también en el cambio de siglo, cuyos pedazos recoge y pega, collage de pesadilla, el espejo anfetamínico de nuestras Mairenas
La Gaceta