Jorge Bustos
Muy cerca de casa, entre el Café Galdós y uno de esos templos novísimos donde se profesa la religión bufa del pilates, abre las 24 horas un hospital veterinario que me venía escamando desde que llegué al distrito. ¿Cuántos perros se atenderían allí una noche de urgencias cualquiera, puesto que Callejeros Caninos aún no nos lo ha contado? ¿En qué especies se especializarían? ¿Trabajarían la anaconda o el wombat? ¿Hallaría allí alguna afable criatura que aceptara mi lisiada compañía de momento, y lo que surja después? Ayer, ayuno de temas por mi mala pata, me decidí por fin a trasponer el exótico umbral que otros animales antes que yo también cruzaron lesionados. Cualquiera que me hubiera visto empujar la puerta con la frente, las manos ocupadas en las muletas y la libreta entre los dientes como un indio navajo del costumbrismo, sin duda habría reputado desesperada mi situación: ¿tanta lista de espera presenta la Seguridad Social como para que tengas que recurrir al veterinario, muchacho? Pero llega un momento en la vida en que deja de preocuparte que te confundan con un chow chow discapacitado.
El recibidor hace las veces de tienda temática, con sus sacos de piensos, correajes, caramelos para belfos salivantes, peines para gatos, fundas de iPhone para hámsters probablemente y todo eso. Un rótulo al lado del mostrador informa de que el hospital cuenta con una residencia canina y felina en Aranjuez, adonde muy pertinentemente podríamos trasladar el Senado.
—Buenos días. No traigo ninguna mascota: soy periodista. Quería escribir un artículo sobre el día a día en un hospital veterinario y...
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Muy cerca de casa, entre el Café Galdós y uno de esos templos novísimos donde se profesa la religión bufa del pilates, abre las 24 horas un hospital veterinario que me venía escamando desde que llegué al distrito. ¿Cuántos perros se atenderían allí una noche de urgencias cualquiera, puesto que Callejeros Caninos aún no nos lo ha contado? ¿En qué especies se especializarían? ¿Trabajarían la anaconda o el wombat? ¿Hallaría allí alguna afable criatura que aceptara mi lisiada compañía de momento, y lo que surja después? Ayer, ayuno de temas por mi mala pata, me decidí por fin a trasponer el exótico umbral que otros animales antes que yo también cruzaron lesionados. Cualquiera que me hubiera visto empujar la puerta con la frente, las manos ocupadas en las muletas y la libreta entre los dientes como un indio navajo del costumbrismo, sin duda habría reputado desesperada mi situación: ¿tanta lista de espera presenta la Seguridad Social como para que tengas que recurrir al veterinario, muchacho? Pero llega un momento en la vida en que deja de preocuparte que te confundan con un chow chow discapacitado.
El recibidor hace las veces de tienda temática, con sus sacos de piensos, correajes, caramelos para belfos salivantes, peines para gatos, fundas de iPhone para hámsters probablemente y todo eso. Un rótulo al lado del mostrador informa de que el hospital cuenta con una residencia canina y felina en Aranjuez, adonde muy pertinentemente podríamos trasladar el Senado.
—Buenos días. No traigo ninguna mascota: soy periodista. Quería escribir un artículo sobre el día a día en un hospital veterinario y...
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