Jorge Bustos
Ya me tienen ustedes en Pamplona, ortodoxamente ataviado de blanco y ceñido por el fajín colorado. Silbaron los cohetes del chupinazo y quedó inaugurada la única fiesta del mundo en la que ser rociado por la calle con barreños de agua sucia se considera la mejor muestra de hospitalidad. Donde la sobriedad se reputa herejía. Una hora y media antes de las doce, la hora del petardazo, la Plaza del Castillo resultaba tan intransitable como Kandahar. Una acreditación plastificada se antoja pobre equipamiento para abrirse paso entre australianos enloquecidos y yanquis dementes, que tienen muy claro que el blanco del uniforme oficial sanferminero debe teñirse lo antes posible de malva vinícola. Al lado de los extranjeros, atraídos a Pamplona por el consabido mito que forjara el viejo Hemingway, la fama de brutos que arrastran los navarros se torna flema británica como de la era victoriana.
Bien, si se logra sustraer el portátil a las pistolas de calimocho que acechan en cada esquina, es factible llegar solamente malherido a la Casa Consistorial, donde unos pocos periodistas privilegiados teníamos reservada plaza en la sala contigua al emblemático balcón. Yolanda Barcina nos atendió a todos con solicitud no correspondida por tres formas diferentes de cretinismo: la antitaurina, la batasuna y la feminista de un avatar navarro de Bibiana Aído que me he encontrado en las páginas de un diario local. Los primeros, integrantes de una asociación llamada PETA -nada que ver con los famosos brotes verdes-, se despelotaron en la Plaza del Castillo el domingo para protestar contra el “maltrato psíquico” de los toros. Reivindicar en Pamplona los paradójicos derechos humanos de los animales viene a ser como manifestarse contrario a la pizza en la Piazza Navona. Los segundos, más peligrosos, no perdonan a Barcina que les haya cerrado las txoznas, desde las que impartían lecciones de mitología aranista y birras por unos eurillos para imprimir pasquines o quizá comprar pipas. Uno topa por aquí con demasiado cultivador de la estética abertzale, que se resume en la alergia a la guillette si no es para rasurarse las paredes craneales, pero no se llamen ustedes a engaño: si le tiran de la coletilla a uno de estos perroflautas, igual le caen las llaves de su chalé de Zarauz. Con estos niños de papá metidos a guevaristas no hay forma de creer en la revolusssión, oigan. Y en tercer lugar tenemos a una tal Tere Sáez, nada que ver con el tamayazo, que balbucea (no puede llamarse escribir) en el Diario de Noticias lamentándose de una pretendida decadencia de los Sanfermines por culpa de Barcina, que fomenta la privatización, yugula la espontaneidad ciudadana, impide que los padres paseen a los niños tantas horas como las madres y no fomenta los condones como debiera. Lo peor es lo de que la fiesta pamplonesa ha perdido espontaneidad. Si a los Sanfermines les falta espontaneidad, al Mato Grosso le falta frondosidad. Aquí vale todo, y si un policía foral no me ha pedido todavía que le pague un cubata es porque le estaba mirando su binomio. Si San Fermín no es lo que era, por Dios: ¿qué era?
Cuando esta página esté en la rotativa, servidor se encontrará en la Plaza de los Fueros en un concierto de Rosendo, que para el caso es lo mismo que meterse en una rotativa. Y hoy baja el primer encierro, hay corrida de toros y España juega la semifinal. No sé si podré con todo. Mañana se lo cuento.
(La Gaceta)
Ya me tienen ustedes en Pamplona, ortodoxamente ataviado de blanco y ceñido por el fajín colorado. Silbaron los cohetes del chupinazo y quedó inaugurada la única fiesta del mundo en la que ser rociado por la calle con barreños de agua sucia se considera la mejor muestra de hospitalidad. Donde la sobriedad se reputa herejía. Una hora y media antes de las doce, la hora del petardazo, la Plaza del Castillo resultaba tan intransitable como Kandahar. Una acreditación plastificada se antoja pobre equipamiento para abrirse paso entre australianos enloquecidos y yanquis dementes, que tienen muy claro que el blanco del uniforme oficial sanferminero debe teñirse lo antes posible de malva vinícola. Al lado de los extranjeros, atraídos a Pamplona por el consabido mito que forjara el viejo Hemingway, la fama de brutos que arrastran los navarros se torna flema británica como de la era victoriana.
Bien, si se logra sustraer el portátil a las pistolas de calimocho que acechan en cada esquina, es factible llegar solamente malherido a la Casa Consistorial, donde unos pocos periodistas privilegiados teníamos reservada plaza en la sala contigua al emblemático balcón. Yolanda Barcina nos atendió a todos con solicitud no correspondida por tres formas diferentes de cretinismo: la antitaurina, la batasuna y la feminista de un avatar navarro de Bibiana Aído que me he encontrado en las páginas de un diario local. Los primeros, integrantes de una asociación llamada PETA -nada que ver con los famosos brotes verdes-, se despelotaron en la Plaza del Castillo el domingo para protestar contra el “maltrato psíquico” de los toros. Reivindicar en Pamplona los paradójicos derechos humanos de los animales viene a ser como manifestarse contrario a la pizza en la Piazza Navona. Los segundos, más peligrosos, no perdonan a Barcina que les haya cerrado las txoznas, desde las que impartían lecciones de mitología aranista y birras por unos eurillos para imprimir pasquines o quizá comprar pipas. Uno topa por aquí con demasiado cultivador de la estética abertzale, que se resume en la alergia a la guillette si no es para rasurarse las paredes craneales, pero no se llamen ustedes a engaño: si le tiran de la coletilla a uno de estos perroflautas, igual le caen las llaves de su chalé de Zarauz. Con estos niños de papá metidos a guevaristas no hay forma de creer en la revolusssión, oigan. Y en tercer lugar tenemos a una tal Tere Sáez, nada que ver con el tamayazo, que balbucea (no puede llamarse escribir) en el Diario de Noticias lamentándose de una pretendida decadencia de los Sanfermines por culpa de Barcina, que fomenta la privatización, yugula la espontaneidad ciudadana, impide que los padres paseen a los niños tantas horas como las madres y no fomenta los condones como debiera. Lo peor es lo de que la fiesta pamplonesa ha perdido espontaneidad. Si a los Sanfermines les falta espontaneidad, al Mato Grosso le falta frondosidad. Aquí vale todo, y si un policía foral no me ha pedido todavía que le pague un cubata es porque le estaba mirando su binomio. Si San Fermín no es lo que era, por Dios: ¿qué era?
Cuando esta página esté en la rotativa, servidor se encontrará en la Plaza de los Fueros en un concierto de Rosendo, que para el caso es lo mismo que meterse en una rotativa. Y hoy baja el primer encierro, hay corrida de toros y España juega la semifinal. No sé si podré con todo. Mañana se lo cuento.
(La Gaceta)