lunes, 19 de julio de 2010

Golondrinas sin GPS y pijos sin clase

Iglesia Ortodoxa Rusa de Altea


Jorge Bustos

Escapada a Altea, el lugar que de momento mejor nos ha atravesado los sentidos. Y es que también hay sensibilidad en un “troglodita alevín”, como dio en llamarme un sabueso de Roures en Público. El caso es que me estoy aficionando al cabotaje automovilístico por Levante, y he de decir que no me manejo mal. Este éxito orientativo, bien raro en uno, se debe sin duda a que rechacé la oferta de un GPS que me hizo la casa de alquiler de coches. Conduzco mirando los carteles como toda la vida, y no he tenido así que lamentar más contratiempo que el atropello de una golondrina confundida que se me arrancó contra el radiador. La pobre llevaría GPS, claro.

Altea, diadema del Mediterráneo. Me habían advertido de que el pijerío madrileño ha hecho de Altea meca de peregrinación estival. Así que me calcé el bañador de flores, marqué la raya a fuego del colodrillo a la frente, sustituí el disco de Héroes del Silencio por el de La Oreja de Van Gogh en la radio del coche y llegué a la noble villa alicantina mecido por el sonrosado sonido Donosti. Pero quia. Altea no era eso. O no sólo. En seguida se advierte que uno ha arribado a una excepción en los estándares del turismo costero. Las fachadas encaladísimas ofrecen una inequívoca fisonomía andaluza que no esperaríamos aquí, amén de un alegre contraste con el menudeo de rojigualdas que los vecinos han colgado de sus balcones. Porque en la comunidad valenciana las placas de “avinguda” no incorporan traducción, pero la gente no tiene dudas a la hora de elegir entre España o el tabarrón neocolonialista que les endilga periódicamente el nacionalismo dadá que limita al norte. Uno se pierde por el trazado árabe del poble antic, el casco viejo que corona el municipio, y no puede evitar figurarse un Albaicín miniaturizado, con sus teterías, sus cuestas destripagemelos y sus miradores azotados por la brisa mediterránea. Se puede escribir desde uno de ellos en mitad de un silencio vespertino que envidiaría un trapense sordo, y basta alzar la vista para tomar inspiración de la espuma disolviéndose en el turquesa del mar. Hasta los escasos guiris que se aventuran por el dédalo de callejuelas caminan enmudecidos, temerosos de que les chisten las paredes si se ponen a alborotar. Y de pronto, las campanas de la cimera parroquia de Nuestra Señora del Consuelo -cúpula de azulejos por fuera, neobarroco resplandeciente por dentro- repican y dan las tres.

Altea se ha preservado a sí misma frente al efecto turístico-urbanístico gracias a la sensibilidad de sus habitantes, entre los que siempre hubo escritores y pintores. Hay incluso una facultad de Bellas Artes. Un lugar donde los artistas ponen sordina a los turistas y no al revés, como sucede en toda Europa. El paraíso, oigan. ¿Qué es tener encanto o clase? Uno respondería como San Agustín cuando quiso definir el tiempo: “Si no me lo preguntan, lo sé. Si me lo preguntan, no lo sé”. Yo sabré en seguida lo que es no tener clase cuando cierre el portátil, baje a la playa y me tope con los guiris. Y tampoco me engañará la clase manufacturada que consume el pijerío como quien se compra un kilo de inteligencia. Quod natura non dat, Altea non praestat.

(La Gaceta)