sábado, 30 de enero de 2021

La Resistencia en el arrabal

 Vicente Llorca

Dos vecinos toman café en la trastienda de una gasolinera, camino de la frontera. Están al fondo, un poco apartados. Los guardias de tráfico han prohibido que se sirva nada en el interior de la tienda. El camarero, que es del pueblo, les ha habilitado una mesa pequeña en la esquina. Hablan, en voz baja, comentan alguna de las novedades de la zona, castigada por la nieve y el temporal estos días.


Me siento al lado de ellos, en un taburete al lado de la puerta. Las últimas leyes han cerrado hasta los bares de la carretera. Sólo algún camionero, de paso hacia Portugal, puede parar un momento en ellos, pedir un café o un bocadillo -un aguardiente, no, terminantemente prohibido en el camión-, seguir el viaje hacia la aduana luego.


Hablamos de la campaña de vacunación, lo difícil que ha sido encerrar estos días el ganado en el campo. La niebla no levantaba hasta la tarde. Luego, me cuentan de las novedades en el pueblo, en otra comarca camino de la sierra. Hay varios vecinos ingresados, me dicen. Las campañas de saneamiento de las fincas no se han interrumpido por ello. La Junta tiene un programa anual de revisión de todas las ganaderías que se cumple religiosamente. Uno ha pedido un chinchón antes de proseguir su camino. Hay algo terco en ellos, pienso un momento. Están apurando el último momento de dignidad, pienso también, antes de sumergirse en esta barbarie, que nos llega de no sé qué parte.


De la ciudad nos llegan noticias. Los amigos no se ven, alguno ha estado ingresado; otra conocida nos cuenta de discusiones en las calles, en las tiendas, gritos que se cruzan de balcón a balcón. Por las tardes pasea sola por el parque, me dice. Han suprimido la tertulia que mantenían en una taberna cercana a Atocha y ella ya no baja nunca al centro. De algún otro, muy izquierdistas ellos, me sorprende algo así como su adaptación a las normas. Han aceptado todos los decretos de confinamiento sin rechistar; aplaudían a los sanitarios por las tardes; se negaban a bajar al bar de la esquina siquiera. Están inmersos, me revelan, en una especie de universo paralelo. Intercambian mensajes todo el día; están obsesionados con los hospitales de la Comunidad; el término fascista se repite en todos los comunicados. Luego, prosiguen con el intercambio de informes médicos, análisis de las salas de las clínicas, insultos al clero…
 

Una de ellas me había enviado, días atrás, supongo que por error, un vídeo en el que se advertían unas goteras en el hospital de Madrid. Luego, lo borró. Pero tuve la intuición de cómo transcurrían los días de esta gente, inmersa en las redes, que había aceptado la reclusión sin rechistar, y nunca bajaba a la calle.
 

Ayer, en Ciudad Rodrigo, llovía, soplaba el cierzo en las aceras y las calles estaban casi vacías. En una esquina de la plaza del arrabal encontré una suerte de terraza, abierta a todos los vientos y en donde el agua entraba por los costados. Me senté en uno de los taburetes mojados y pedí un café con la prensa del día. A mi alrededor, envueltos en la lluvia, un grupo de resistentes apuraban unas cervezas y hablaban en voz baja. La mañana oscura los envolvía y no pude distinguir quiénes eran. A alguno de ellos me pareció que lo conocía, que trabajaba en una finca cercana en el río.
 

“Son los últimos de Filipinas”, sonreí por un instante. Me parecía que de un momento a otro alguien iba a empezar a cantar y entonar las primeras estrofas del Chant des partisans, la canción de los resistentes franceses en medio de la ocupación de los bárbaros. Allí donde Anna Marly, desde le emisora de Londres, preguntaba:
 

“Amigo, ¿escuchas el vuelo de los cuervos sobre nuestras llanuras?


Amigo, ¿escuchas estos gritos sordos de un país que encadenan?


Eh, partisanos, obreros y campesinos, es la alarma.


Esta noche el enemigo conocerá el precio de la sangre y de las lágrimas
.
 

Pero nadie arrancó a cantar. En su lugar, los últimos partisanos terminaban el café, se mojaban y uno salió a fumar al relente de la plaza.

 


Anna Marly