Pudiendo nevar un poquito, moderadamente, a la nieve le dio por disparatar.
Como hemos perdido el control del clima (culpa de vosotros, negacionistas), la nieve se salió de los cauces civilizados: aportar los copos justos para una tímida refriega de bolas, para que imitásemos unos minutos el vídeo de Wham con nuestros bien ganados jerséis de cervatillos. Ah, ¡nieve populista que nos ponía al alcance de la clase obrera los paisajes nevados que sólo ven los riquinchis! Populismo de copito que nos engatusó. En “nuestros barrios”, los niños por fin harían muñecos como Dios manda y conocerían las formas redondas de la imaginación.
La nieve, romantizándonos con ensoñaciones alpinas (¡peligrosísimas!), devastaba con su fuerza de fenómeno natural la complejidad de nuestra vida en común. ¡Fenómeno simple contra entramados complejos! Pero nos daba igual. Nos entregamos a ella aunque estuviera paralizando los finos entresijos de nuestra civilización.
Nos dio lo mismo, preferimos entregarnos a la fantasía de que Ciudad Lineal podía ser Aspen. A esa igualdad radical bajó el temporal.
Un poco de nieve hubiera estado bien. “Nieve, ven, pero nieva lo justo”. Nieva para que mi niño pueda hacer un poco el elfo como en el anuncio de El CorteI nglés, pero no, a la nieve, desatada por el fascismo climático, le dio por provocar unas pasiones a las que, ay, fácilmente sucumbimos.
Nevó sin pararse en nada. Nevó sin atender a la geografía (nevó en Málaga). Nevó sin fronteras, como si esto fuera Leningrado. Nevó una nieve desconocida. Nevó Morales. Nevó con la fuerza sorda y ciega de los elementos, apasionadamente, y esto nos alborozó, desató en nosotros un júbilo infantil. ¿Les visteis jugar? ¿Les visteis hacer sus muñequitos? ¡Adultos infantilizados con el niño de excusa!
Pero ah, la nieve… Mientras nos prometía fantasías mitológicas y alpinas, estaba haciendo de las suyas. ¿Y las comunicaciones? ¿Y los suministros? ¿Y el espacio público? Ella ocupó hasta el ágora, se apoderó de nuestra conversación, de nuestro runrún, y sepultó nuestra ciudad, nos hizo campo, ¡nos desurbanizó alejándonos de nuestras élites! Provocó un delicado cortocircuito que nos llevó al borde de una noche elemental y primaria, noche de instintos en la que nos salvamos por muy poquito (por muy poquito y por nuestro Alcalde Almeida).
El temporal Filomena (que se hace hembra verosímil cuando Ábalos la menciona, como si a continuación fuera a añadir “Filomena, anda, hazme una tortilla”) ha desbordado a las instituciones, a todas.
Nieve, ¿por qué no las respetas?
La nieve nevó con exageración poniendo en peligro nuestra vida en común, se hizo con las calles, nos forzó a un silencio, nos recluyó en nuestras casas enganchados a las redes y al yoísmo, pasto de cualquier bot ruso. La nieve tenía algo lejano ella misma, una dureza como eslava, un frío de orígenes siberianos que destruía nuestra sofisticada ingeniería occidental. ¡Airón iliberal! ¡Fríos esteparios y putinianos!
La nieve hacía desaparecer los primores de lo urbano, nos arrancaba de la ciudad y nos devolvía a la casa y una comunidad mínima alrededor del árbol y su distancia de caída, de la sal y del camino. La metrópoli pasaba a ser aldea. Qué retroceso, qué cerca hemos estado de volver a la caza y a un oscurantismo medieval. Del cosmopolitismo a una soledad de cazador (yo mañana, si no abre el Mercadona). Éramos, de repente, como colonos o vaqueros, aislados campesinos, al borde de lo oscuro y la superstición.
Ante ese peligro, ante esa realidad, ¿qué hizo la gente? Entregarse a ella alborozada, arrastrados por una pasión facilona y por ensoñaciones boreales. Ella nos alborotó con su velo de dicha inmediata. Y entregados a la algarabía, suspendida toda nuestra racionalidad, nos tiramos a la calle-estepa mientras nuestro mundo quedaba paralizado.
Ante la nieve, todos los logros de nuestra civilización parecieron frágiles. Conquistas que dábamos por hechas las puso en solfa la temible nieve. Misteriosa, fantasiosa, tontorrona, irracional nieve.
Y no estoy diciendo con esto que sea exactamente igual que los otros populismos, que un copo sea, qué sé yo, como Errejón, pero ¿no veis cuánto tienen en común?