Ignacio Ruiz Quintano
La periodista británica Yvonne Ridley fue encerrada por los talibán en una celda atestada de cucarachas y ratones, y ella se defendió con el arma más natural en esa situación: la huelga de hambre. En cuanto al maltrato estrictamente psíquico, los carceleros se conformaron, al parecer, con chinchar a la periodista con las mismas preguntas todos los días. ¿De dónde venía? ¿Adónde iba? Pobres talibán. Si ellos, que vienen de Dios, no lo saben, ¿cómo quieren que lo sepa una simple periodista procedente de la nación que alumbró a David Hume?
Mientras alguien no lo refute, del escepticismo humeano se desprende que entre la cordura y la locura no hay ninguna diferencia intelectual, lo cual resulta muy deprimente y, por extensión, muy democrático, aunque tampoco más democrático ni más deprimente que el consuelo que nos ofrecen los científicos cuando, con el propósito de animamos, afirman que un día el sol estallará y todos, buenos y malos, nos convertiremos en gas.
No sé qué tendrá que ver en ese proceso una especie de gas de los pantanos que en forma de sentimiento de culpa ya se respira en los cultos ambientes occidentales. De noche, en los restaurantes o en los bares, ese sentimiento se vuelve insufrible, sobre todo a partir del segundo plato o de la segunda copa, que es cuando la necesidad inconsciente de castigo se hace más evidente. Y uno, cuyo pensamiento, por otra parte, nunca ha sido sanguinario, tiende a rebelarse contra estos vecinos de mesa o de barra que comen o beben con el «Yo, pecador» en la boca. «Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa.» Etcétera. Conviene no decir ni ¡chito!, pues te invitarán a hacerte cargo de lo baldados que los tiene el peso de la guerra y a contribuir al arroró del islamismo con desmayadas citas coránicas extraídas de Internet para la ocasión. Al final, sin embargo, dices ¡chito!, y entonces sólo quedan dos opciones: llevarles la corriente, haciendo pasar por un sura el poema 20 de Neruda —«La noche está estrellada, / y tiritan, azules, los astros, a lo lejos»—, o llevarles la contraria, haciendo pasar por poema de Neruda cualquier artículo de la Constitución americana. ¿No era esto lo que Freud quería advertimos al hablar del «malestar en la cultura»?
El precio del progreso de la cultura es la pérdida de la felicidad por el aumento del sentimiento de culpa, que procede del complejo de Edipo y fue adquirido al ser asesinado el padre por la coalición de los hermanos. El melodrama, desde luego, es excelente, pero, al haber sido refutado por los antropólogos, hay que buscar un discurso más eficaz para defenderse de aquellos que se sienten culpables —«pecadores», si son creyentes— sólo por salir a cenar en grupo cada vez que hay una guerra. Por ejemplo, el discurso del policía Ginesta al malvado Carabel. «Sólo hay una fuerza en el mundo: la maldad. El bueno triunfa accidentalmente. Es tan débil, que por instinto busca la compañía de los otros buenos. Donde hay un bueno está siempre el germen de una asociación. Un bueno piensa constantemente en fundar algún comité, alguna agrupación, alguna hermandad. Por sí solo es blanducho, ineficaz, inapreciable. En cambio, el malo rara vez precisa del auxilio de sus congéneres. Su poder es tanto que se basta a sí mismo. El dinero es de él, y el amor, y el mando, y hasta la estimación de los virtuosos... ¿Qué hace falta para ser bueno? Observar el Decálogo. Pues bien; fíjese usted en que casi todos sus preceptos son negativos: no robarás, no matarás, no codiciarás la mujer de tu prójimo, no mentirás..., en fin, no harás nada. Si no haces nada, eres una excelente persona. En cambio, para el malvado todo es actividad, ímpetu, trabajo. Tiene que robar, que matar, que mentir; tiene que seducir a las mujeres del prójimo... una labor abrumadora para la que se necesitan grandes alientos. Se nace bueno y se nace malo, y quizá algún día nos expliquen que el secreto está en tal glándula, y que la deficiencia, la imperfección, corresponde precisamente a los buenos.»
Sí, hay que ser malo para vencer en la vida.
La periodista británica Yvonne Ridley fue encerrada por los talibán en una celda atestada de cucarachas y ratones, y ella se defendió con el arma más natural en esa situación: la huelga de hambre. En cuanto al maltrato estrictamente psíquico, los carceleros se conformaron, al parecer, con chinchar a la periodista con las mismas preguntas todos los días. ¿De dónde venía? ¿Adónde iba? Pobres talibán. Si ellos, que vienen de Dios, no lo saben, ¿cómo quieren que lo sepa una simple periodista procedente de la nación que alumbró a David Hume?