"Gente de mi pueblo". Del dominico Alfonso Salas
El lavadero de arriba
Francisco Javier Gómez Izquierdo
–Oye, Bene (de Benedicta), echo en falta al chico pequeño de la Sinfo (de Sinforosa). No lo he visto en “tol” verano –dijo la Baltasara allá por los 70 en el lavadero de arriba de un pueblecito de la Sierra de la Demanda mientras frotaba y ponía azulete a unas sábanas, cuando todas las sábanas de los pueblos eran blancas.
–Creo que está estudiando “pa” juez –contestó Benedicta, que venía del barrio de abajo a sacar la yunta de un prado y se había asomado por si estaba lavando la cuñada.
En aquellos 70 un Juez era vocación mucho mejor considerada que la de cura y para mí que más seria aún que la de médico. La categoría de Juez se equiparaba con la de obispo y no había cosa que enorgulleciera más a los padres que sus hijos salieran jueces y prestigiara más a sus pueblos por dar vecinos de tanta seriedad.
Llegar a ministro era otra cosa. Para ser ministro, y me refiero a serlo con Franco, Adolfo Suárez o Felipe González, se suponía en los pueblos pequeños, de donde es un servidor, que intervenían muchos factores: amistad, manejabilidad, interés de ciertos millonarios, estrategia eclesiástica, conspiraciones, etc. Lo que se esperaba del flamante ministro paisano era que se acordara del pueblo e influyera a conveniencia para por ejemplo, agilizar los trámites de la concentración parcelaria y que la Diputación empezara los caminos en el pueblo del ministro “que además lo es de Agricultura”.
El puesto de Ministro ha ido degenerando desde mucho antes del presente siglo y ya puede serlo cualquiera. No hacen falta conocimientos; tampoco estudios; ni siquiera educación. Basta con ser colega, novio, novia o reconocido militante con obedientes quinquenios en la parcialidad con derecho a las ubres del Estado para ser premiado con una cartera con la que defender y procurar, no la prosperidad de los ciudadanos, sino la de la parcialidad.
Debido a ciertas lecturas que se ve son inconvenientes y fuera de toda vigencia, un servidor creía que pasar de juez a ministro no tendría que ser posible entre gente civilizada. No sólo por el desprestigio personal sino por el daño que se hace a la Justicia dando a entender que se juzga conforme a inclinaciones políticas.
Quizás el mejor ejemplo del disparate que supone un juez ministro lo tengamos en Don Marlaska, mi jefe hasta antier, porque Don Marlaska y los que como Don Marlaska pasan de jueces a ministros pervierten los más elementales principios democráticos ya que no pueden dejar nunca de ser jueces, como no se puede dejar nunca de ser cura o médico... y juzgan. Incluso sirven de coartada para que el Gobierno legisle. Los jueces como Don Marlaska actúan y deciden cuándo hacen de ministros como si administraran justicia sin parecer darse cuanta que la Justicia que quiere un Gobierno muchas veces es contraria al interés de la Nación.
Seguro que estoy equivocado, pero creo que cuando un juez se propone para ministro empieza a sufrir un desequilibrio que intenta corregir con el entierro de los más firmes principios aprendidos en los Códigos e inmerso en la vorágine dicen que erótica del poder, ya todo le da la mismo y en comunión con los colegas sin estudios no basa sus decisiones en el Derecho sino en las posibilidades despóticas que le facilita la condición de Ministro.
¡Nefasto personaje, este Don Marlaska del que renegarían en los pueblos de la Demanda! ¡Grave problema, no crean ustedes, el que los gobernantes sean de capital y confundan el barrio con el pueblo!