Ignacio Ruiz Quintano
Abc
La politología española está con la cacerolada de Núñez de Balboa como la historiografía francesa con los sucesos de la Bastilla: desencuadernada.
El domingo 12 de julio de 1789, cuando los parisinos pasean pacíficamente alrededor del Palais Royal, llega la noticia de la destitución del ministro Necker, y perturba de tal manera los ánimos que el gentío se transforma, de pronto, en “estado de masa”, o masa revolucionaria. ¿Por qué?
Los franceses, sobre todo a partir del primer centenario de la Revolución, han ofrecido muchas explicaciones, aunque pocas a la altura de la que Cebrián, académico de la Lengua (“de la Española”, se decía en épocas más elegantes) da de la cacerolada de Núñez de Balboa:
–Una corriente subterránea de contenido teológico o mítico circula por las alcantarillas de la democracia liberal.
¿Democracia liberal? Invento francés, de Montalembert, católico liberal, que nada significa, salvo dar a entender que existe una democracia socialista, razón por la cual se puso de moda en la Guerra Fría, para hacer pasar por democracias los Estados de partidos.
¿Tología? Bueno, Cebrián fue director de los informativos de Franco a propuesta de Rosón, cargo que aceptó “teologizando” la firma, es decir, “mirando interiormente para otro lado” (lo dice en sus memorias), detalle a la altura del rayo de luz que atraviesa el cristal sin romperlo en el relato de la concepción divina. Estos silogismos caen luego en manos de la juez Olivas, que, entre Coke y Marshall, nos hace un Vishinski, y dice que “lo grave de las caceroladas acaecidas en los alrededores de la hermosa zona Núñez de Balboa es que no permite entrar en ninguna discusión jurídica”:
–El derecho a la protesta se erige para fortalecer a la democracia, no para derribarla.
Dictum que hubiera enviado al manicomio al mismo Schmitt, que avisó que en el Estado de partidos ya no hay lealtad a la Constitución ni al Estado ni al Pueblo ni a la Nación: sólo a los intereses del propio partido.