Ignacio Ruiz Quintano
Los expertos afirman que cada día salen del armario más psicópatas, para regocijo del periodismo y el cine, donde siempre han dado mucho juego. «Ese animal que llevamos dentro te obliga a actuar», ha confesado ante los expertos el psicópata que descuartizó a su novia y a dos travestís. Se ve que para descubrir al animal que se lleva dentro hay que esconderse en el armario: si uno descubre que dentro lleva un okapi, pongamos por caso, lo habitual es salir del armario para triunfar en TV; pero a veces uno descubre que lo que lleva dentro es un tigre ávido de placer y cataclismo, y entonces lo sensato es aceptar que se es psicópata y quedarse en el armario hasta la hora de actuar. Podría concluirse, pues, que un psicópata, en el sentido figurado, es un tigre con un señor en el armario.
Existen dos clases de psicópatas, para entendernos: psicópatas por lo criminal y psicópatas por lo civil. Para todos ellos la mujer adulta parece ser una criatura amenazadora. En la psicopatología del «asesinato sin motivo aparente» que Truman Capote reprodujo en «A sangre fría», los psicópatas por lo criminal cargaban con problemas de inhibición sexual a causa de una infancia mortificada por el terror a ser considerados «mariquitas», es decir, a que su tigre pudiera ser confundido con un okapi. En cambio, los psicópatas por lo civil serían esos individuos que, echando de menos la pujanza del tigre y la ternura del okapi, se contentan con ir por la calle moscardeando majaderías al paso de las señoras. Así: «Con sus ojos y un puchero asaría yo castañas». A lo que las señoras, muy airadas, suelen contestar: «¡Psicópata!»
Esta psicopatía callejera, consistente en la insinuación verbal de groseras apetencias, es rama de la mala educación y fruto, no del culto a la mujer, sino del hambre de mujer, que todavía queda, y, desde luego, no tiene más importancia que la que la sociología quiera concederle como exponente de un machismo que, por cierto, acaba de ser condenado por la Confederación de Religiosos Españoles.
No creo que esta circunstancia deba llevarnos a la consideración del machismo como pecado, pues eso implicaría, como se sabe, meterse de cabeza en el jardín del libre albedrío, una idea que parece racionalmente incompatible con cualquier intento de organización social y con los últimos hallazgos de la «sociobiología», el revolucionario invento, mitad literario mitad científico, de un zoólogo de Harvard que se llama Edward O. Wilson y que pasa por ser el nuevo Darwin al haber formulado la hipótesis determinista con una franqueza que ya no se lleva: el cerebro no es más que un negativo expuesto a la espera de ser introducido en el líquido revelador.
Hombre, visto así, ¿cuántos curiosos hay dispuestos a llevarse la impresión que supone meterse en el armario para revelar un negativo que viene a ser el producto de miles de años de evolución? La genética es una tómbola de la que uno puede salir, según habíamos quedado, con un okapi bajo el brazo o con un tigre entre las piernas, o sea, con «ese animal que llevamos dentro y que te obliga a actuar», como decía nuestro psicópata, que, por lo visto, también lee.
Ahora, ¿cómo defenderse del tigre que montan los psicópatas? Dado que, hoy por hoy, es imposible predecir lo que hará un ser humano, las estrategias defensivas responden a dos hipótesis: la determinista y la del libre albedrío. Los partidarios de la primera, cuya mentalidad se ha impuesto socialmente, creen que esa imposibilidad es debida al desconocimiento de las leyes que nos determinan, y prefieren el castigo disuasivo o reformador, que debe adjudicarse de acuerdo con los efectos sociales más deseables. En cambio, los partidarios de la segunda, cuya mentalidad está individualmente más arraigada de lo que parece, creen que esa imposibilidad es debida al libre albedrío, y optan por el castigo vengativo, sólo por el placer que produce el sufrimiento como espectáculo, lo que, bien mirado, constituye otra psicopatía.
Edward Osborne Wilson
La genética es una tómbola de la que uno puede salir, según habíamos
quedado, con un okapi bajo el brazo o con un tigre entre las piernas, o
sea, con «ese animal que llevamos dentro y que te obliga a actuar», como
decía nuestro psicópata, que, por lo visto, también lee