Bergamín
Serafín
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
En la grande polvareda de los Iglesias se nos perdió don Beltrane, que es Marlaska, Lionel Luthor del Régimen. Ahora discutimos lo que el mozo de maletas Ábalos llama “las alcurnias”.
–¿Piensas lo espantoso que ‘parece que es’ una España sudamericanizada por los comunistas? –escribe Bergamín a María Zambrano en el 57, recién repatriado por Pemán.
Pues ahí estamos.
Pablemos, un vulgar tirano de la trona para el psicoanálisis, llama “marquesa” a la portavoz del PP con ánimo de injuriar, y mereciera el lobito una marquesona de Serafín que de un tetazo lo enviara a la lona.
–¡Es un Robespierre! –lo adulan los chupamirtos, el pájaro mosca que en la flor ahonda.
De Robespierre se dice que su elocuencia se basaba en unir a una oscura metafísica los lugares más comunes. En Pablemos no hay elocuencia, sino espurreo, y como sea que hay gente que se ofende si le escupen, la portavoz del PP, especialista en recoger las nueces de los árboles que con querellas mueve Vox (luego Teo las usa para sus concursos de lanzamiento de hueso de oliva), respondió al gañán con un golpe de alcurnia.
Claro que hay alcurnias y alcurnias. La alcurnia Pemán demandó a un orate que acusaba al autor de “El divino impaciente” de matar a más campesinos que Pol Pot, y la justicia dijo que la demanda debía firmarla el muerto, que era el ofendido. La alcurnia Iglesias demandó a un periodista que reprodujo las aventuras guerracivilistas del abuelo muerto, autor de “La moderna democracia social” (la del Ministerio de Trabajo de Girón), narradas en la Causa General, y la justicia, en juicio secreto, lo condenó a un dineral.
–Nuestra venganza durará 40 veces 39 años –prometió, en el 74, la Hannah Arendt de la Reconciliación comunista, tan fanática de Stalin como lo fuera de la Virgen de Begoña.
España, avisa Guillén, es negra. Las Dolores son corrientísimas. Aquí se revela la sicología de un pueblo. En Francia se llaman Fifí o Lulú. La risa de Cervantes no hace bien: hay en ella dolor.