viernes, 15 de mayo de 2020

ANANKÉ. La muerte es el final


 Ananké



Jean Juan Palette-Cazajus

«Cambio de paradigma», «post historia». No tienen más valor que hipotético tan breves y livianos ensayos. Decía hace poco un conocido astrofísico que la situación de confinamiento debe permitir a quien se sintiera demasiado inmovilizado y recluído cobrar conciencia de que, a cada segundo, está recorriendo 300 000 km a través del espacio/tiempo. Esta conciencia jocosa de nuestra absurda insignificancia sideral es también post histórica. Como lo es la conciencia de nuestra actual muerte viral, en tanto que enfermo y a la vez inmediato dato estadístico. Lo cual ayuda a percatarse de la irrisoria precariedad con que nos disponemos a enfrentar un azaroso horizonte económico, demográfico, ecológico y migratorio. Somos 10 veces más numerosos que en el año de la peste de Londres. En todos los países los focos de mayor mortandad coincidieron con una alta densidad urbana y demográfica.

Francesco Salviati
Las Parcas

Falta rigor en estas disquisiciones. Menos todavía muestran quienes denuncian la inútil persistencia de las medidas «totalitarias» que nos oprimen. Uno puede congratularse ante la actual proliferación de exquisitos demócratas, pero aconsejaría la lectura, en el nº 4 de la «Revista de Administración Sanitaria» del año 2006, de un muy interesante artículo sobre el brote colérico que afectó la ribera del Jalón en 1971, cuidadosamente tergiversado y disimulado por el anterior régimen. Pese a las presiones de la OMS, nunca aparecía la palabra «cólera» para nombrar lo que se calificaba oficialmente de inocente «brote diarréico». Los demócratas sinceros apuestan, quien más quien menos, por cierta bondad fundamental del ser humano. Considero arriesgado tan azaroso acto de fe. Veo más sencillo y razonable considerar que la peor de las democracias suele ser menos perjudicial, de cara a la precaria y frustrante homeostasis de las sociedades modernas, que la «mejor» de las dictaduras. A condición de que la expresión «democracia autoritaria» deje de considerarse como un oxímoron. Debería ser al revés: las democracias tienen el deber de ser autoritarias en el cumplimiento de su legítimo desempeño. Precisamente porque carecen del arma letal de las dictaduras, que no disponen de la «auctoritas» y recurren al miedo físico, el que jerarquiza las sociedades de antropoides.

H. ter Brugghen 
Melancolía

Desde el primer día de confinamiento uno entendió que en esta ocasión el peligro vendría esencialmente de los tontos. Las democracias proclaman ideales de igualdad económica, social o sexual. Pero se quedan mudas sobre el tema de la igualdad intelectual. Es su talón de Aquiles. El tonto puede serlo por falta de neuronas y también por un empeño personal celosamente cultivado. Muchas veces se trata de carencia educativa. Pero la precariedad educativa, por injusta que sea, no borra la realidad objetiva de la estupidez. Frente a tal aporía, las sociedades democráticas se hacen el longuis y prefieren cargar con el enorme desgaste social causado por la febril agitación de los tontos. Ese lujo se vuelve inasumible en situación de pandemia. El comportamiento de los tontos pone en riesgo la vida de los demás y la supervivencia de la propia sociedad.

Considérese el típico ejemplar que piensa que lo del confinamiento es una arbitrariedad que se eterniza injustamente. En algún momento pensó, probablemente con razón, que no estaba contagiado. Pero fue exclusivamente el miedo en estado bruto el que le sugirió, con más razón todavía, que un individuo contagiado era forzosamente una persona que, como él, pensaba que no lo estaba y fue el miedo el que consiguió así mantenerlo apartado e inocuo por un tiempo. En aquellos momentos las lecciones del miedo coincidieron en sus resultados con las del raciocinio y de la responsabilidad. Estas nos explicaban que sólo en la medida en que yo, y todos aquellos que dicen «yo», nos comportásemos como posibles contagiados, quedarían englobados los contagiados reales y controlable la expansión de la plaga. Pero hoy, algo más apagado el magisterio del miedo, el tipo de individuo aludido persiste en ignorar el raciocinio y la responsabilidad y de regreso a su burbuja autista, no entiende que la proliferación de sus semejantes enciende la mecha de una nueva explosión.

Es que las pandemias funcionan como las dictaduras totalitarias: fagocitan e inhiben lo mejor de nuestras vidas y las dejan reducidas al miedo que inspiran. Por algo recurrió Camus a la peste como metáfora del nazismo. Lo único bueno de situaciones como la que vivimos es que solo sobrevive lo importante y percibimos nítidos los lineamentos estructurales de la realidad. De modo que las ideas y conceptos esenciales quedan tan a mano como las inferencias de Newton tras la caída de la manzana. En democracia habrá adhesión o rechazo hacia los gobernantes pero no inspiran miedo. En nuestras sociedades subsiste una arcaica categoría de población que conserva en sus genes una milenaria confusion entre miedo y respeto. Forma parte del juego de las frustraciones llamar dictadura a las democracias. Mientras las dictaduras, curiosamente, se presentan como democracias, sólo que adjetivadas: son las «puras», las «auténticas». De allí la absoluta necesidad de la legítima autoridad para contener el contagio de los tontos en tiempos de alarma.

Las tracas y mascletás con que tantos intelectuales se han dedicado a pronosticar el porvenir, estas últimas semanas, producen vergüenza ajena. Ninguna necesidad de llamarse Houellebecq para saber que el porvenir será peor y más complicado. Muchos toros habrá que lidiar y el primer futuro es este presente imprevisto. Entre los tontos aludidos, algunos muestran serlo químicamente puros, pero muchos tienen poderosas excusas. La angustia económica explica y justifica muchas cosas. En realidad tenemos aquí un juego de suma cero. Se pueden salvar vidas, momentáneamente, al precio de la economía ; nunca puede salvarse la economía al precio de las vidas. Y en ambos casos el final es catastrófico. El dilema, en esta vuelta a lo esencial, nos vuelve a colocar frente a la dualidad fundamental que separa históricamente las sociedades : holistas o individualistas. Louis Dumont definía el «holismo» como la ideología que valoriza la totalidad social y descuida o subordina el individuo, siendo la definición del individualismo exactamente inversa. Algo muy parecido a la dicotomía de Ferdinand Tönnies, entre «gemeinschaft» y «gesellschaft», comunidad y sociedad. Las sociedades fueron holistas durante milenios, cohesionadas por la religión, la etnia, la jerarquía estamental y la fuerza. La modernidad europea instauró nuestras sociedades individualistas. Quien cree en el místico concepto del «sentido» de la historia piensa que hay ideas vivas e ideas definitivamente muertas y desechables. De allí la tradicional tentación totalitaria de eliminar físicamente el inútil portador de ideas muertas. Louis Dumont ofrecía otra alternativa : las ideas modernas son «englobantes» mientras que muchas ideas holistas subsisten «englobadas» y puede ser necesaria en algún caso la coexistencia de las dos. Algunos tenemos una concepción «holista» de la nación y una concepción individualista de la sociedad. Frente a la pandemia, los gobiernos europeos reaccionaron esperadamente con espíritu individualista : salvar todas las vidas que fuera posible. Cabía esperar de algunos gobernantes que aparecieran dispuestos a sacrificar a la totalidad social cierto número de sus conciudadanos. Vimos con estupor que entre ellos se encontraron los dirigentes de las dos grandes naciones que fuesen cuna del individualismo liberal. La «post historia» es lo que permite comprobar hasta qué punto todos vamos dejando de ser lo que nos creíamos. En nuestra sociedad también, los tontos de capirote y los listos deterministas, emboscados detrás de la coartada económica, propugnan ese holismo sacrificador. 


Sébastien Bonnecroy
Vanitas

Dejemos de dar largas al asunto : la gran novedad de estas últimas semanas fue el exitoso reestreno del triunfo medieval de la muerte. Hallo entre mis notas una frase, escrita en francés, hace semanas. Señalo el detalle porque nunca se piensa exactamente lo mismo en dos idiomas: «Frente a la aporía ontológica de la muerte, toda conciencia solo puede ser una conciencia de especie». Aceptar la absoluta animalidad bioevolutiva de los seres humanos no supone negar la exquisitez de la poesía de San Juan de la Cruz. Sólo significa renunciar a todo dualismo ontológico, a toda idea de que el ser humano se beneficia de alguna «esencia» particular. A quien le duela ese posicionamiento diré que comparto con él la idea de la inconmensurabilidad del ser humano con cualquier otro animal, solo que basada en principios distintos de los suyos : el ser humano es el único animal que sabe que lo es y el único que se sabe mortal. No es moco de pavo. ¿Porqué se diferencia entre «epidemias» y «epizootias»? Hay probables razones científicas pero también estoy seguro de que hay en ello un remanente del dualismo ontológico. La conciencia de saberse animal es ardua y la tentación de creerse «otra cosa» irresistible. Pero no existe la más mínima diferencia biológica y científica entre la muerte de la rata y la muerte del ser humano. La diferencia es la que nosotros creamos haciendo de la reflexión filosófica, literaria y artística sobre la muerte una especificidad, que sirve básicamente de aparatosa cortina de humo para ocultar nuestra impotencia frente a ella. Pensar la muerte es también un intento corolario de legitimar nuestras tentativas por hacer la vida posible. Pero cuando una epidemia se vuelve trágica y nos devuelve a tiempos olvidados, el valor y la lucidez obligan a asumir que esa diferencia se vuelve irrisoria. Morimos sin pompa ni circunstancia, trágicamente convertidos en ejemplares anónimos de una especie zoológica, esto es en tanto que víctimas de una epizootia.

En pasados siglos, cuando se moría más y más jóvenes, la literatura y el arte tenían un departamento preceptivamente dedicado a glosar la muerte. Piénsese en el género pictórico de la «vanitas» convertido en rutinario  pretexto para virtuosismos técnicos alrededor de la calavera. En realidad la reflexión sustancial sobre la muerte empieza tarde, cuando la vida humana va dejando de ser tan precaria. Nada como la situación actual para mostrar la absoluta vanidad de esa literatura. No solamente  porque no hay más  experiencia de la muerte que no sea la muerte del otro, como recordaba Heidegger. El miedo a la muerte es un lujo del hombre contemporáneo. Y así frente a la epizootia, frente a la perspectiva del contagio, retrotraídos a ejemplares insignificantes de la cabaña humana cuya continuidad para nada depende de la nuestra, incluso el miedo desaparece, anulado por el absoluto e impotente sentimiento del absurdo.

Brueghel el Viejo
El triunfo de la muerte (Prado)