La sonrisa de Espínola
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
En España el pregunteo tiene mala prensa, e incluso la prensa, para preguntar, debe ponerse en manos de un comisario político de La Moncloa.
Por no preguntar, el español ni siquiera se pregunta cómo, siendo la democracia el gobierno de la mayoría, llaman democrático al sistema que permite gobernar al cuarto partido.
Preguntamos poco, porque nos tenemos miedo. La naturaleza nos privó de rabo (si tuviéramos rabo, decía Félix, podríamos conocernos mejor y saber la disposición anímica de nuestros semejantes), y el coronavirus, de sonrisa, con esas mascarillas que parecen cebaderas y que nos convierten en burros cabeceantes.
La única sonrisa que he visto en tres meses es la de Pablemos, trasconejada y burlona, síntoma, ay, de la aridez mental que caracteriza la soberbia. Nada que ver con la sonrisa del marqués de Espínola con las llaves de Breda, sonrisa elegante y bondadosa que fascinaba a Foxá porque en ella veía la espuma y flor caballeresca del diecisiete español. Desde luego, en la sonrisa pablemoide no metería uno la mano en busca de lo que Zaratustra llama “los más profundos monstruos joviales”, pues no olvido el día que Pablemos se enderezó para meterse en una riña “a puñetazos” (¡oh, oh, oh!) en Lavapiés:
–¡Eran lúmpenes, gentuza de clase más baja que la nuestra!
Ahora, sin rabo ni sonrisa, es imposible saber con quién te cruzas. Las gentes caminan de tres en tres, y llevan las mascarillas como llevaban las barbas los aviadores de los Marx, pero más sucias. Como es época de chanclas, una pista emocional son los dedos de los pies, para cuyas uñas haría bien Sanidad si decretara la mascarilla obligatoria.
–¡La cara, ministro, la cara! –gritaba Cabanillas a Fraga en una playa gallega donde se bañaban desnudos cuando apareció una excursión de monjas y los próceres huyeron cubriéndose lo que podían, según un chascarrillo, seguramente “fake”, de aquel tiempo.
Viendo algunas mascarillas y muchas uñas, dan ganas de gritar “¡los pies, paisano, los pies!”.